LITERATURA  PARA  EL  AISLAMIENTO  SOCIAL

El aislamiento ha modificado el punto de vista con que miramos todos los días lo que nos rodea. En esta entrada, encontrarás distintos escritores y escritos que expresan de variadas formas un hecho como este, el aislamiento. Espero disfrutes tanto la literatura como yo y dejes tus comentarios y sugerencias. #QuedateEnCasa.

DÍA 62

"Canción de la danzarina", un cuento de Colette.

¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.

Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.

Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa…» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.

En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé…

Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.

Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.

Abandoné tu casa mientras murmurabas:

«La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serenada y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, en el hombro tu barbilla. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos.

»Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino.

»Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente…»

Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.

Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.

Una postrera danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.

Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras.

Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar…

DÍA 61

"Paisajes de papel", Francisca Aguirre.

Aquella infancia fue más bien triste.
Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible.
Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento.
Éramos serios y aburridos.
Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces:
sin resquicios y tristes.
Veo a mis pocos años observar con ahínco,
tras el cristal opaco, la calle larga y gris;
el sol estaba lejos y era lo único barato,
lo único que traía alegría sin exigirnos nada.
Veo a mi niña, adulta y consecuente
con un programa bien trazado:
crecer, crecer muy pronto, darse prisa
ser niño era una carga demasiado pesada
para nosotros y para los grandes—.
Solo en verano el mundo parecía asequible,
durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida.
Lo gris volvía siempre muy pronto.
Un día amanecimos lentas, crecidas,
llenas de miedo, de presente.
Buscábamos palabras en el diccionario
con el afán de comprenderlo todo:
necesitábamos hacer lenguaje.
Algunos nos miraron con asombro,
decían que éramos inteligentes.
Nosotras, durante los dolientes domingos
dibujábamos inseguros paisajes.
Durante mucho tiempo esas fueron todas mis excursiones.
Salir a un campo que no fuera pintado
suponía gastar unos zapatos.
Salir, salir, ese era el sueño,
abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios:
¡mi reino por un trabajo!

¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días?

¿Cómo añorarlos sin desconfianza?
Se arrugaron, igual que los paisajes de papel,
mientras crecíamos hacia ese desconsuelo que hoy nos puebla.

DÍA 60

Les presentamos un cuento de la revista literaria, Ocho:treinta, la cual es un proyecto organizado por los participantes del programa Elipsis 2019 y 2020. Jóvenes escritores de diferentes partes del país. El proceso de creación y edición fue colectivo
.

"Poema para pasar la noche" (Cuentos de sábado en la tarde).


Cansados de buscar en el revoltijo de la cama, desnudos, agotados, con la boca hinchada de tanto morder para que el otro fuera más nuestro, admitimos que ahí no estaba, y ella prefirió irse a dormir. “Dime algo, un poemita, para que me coja el sueño”, me dijo, algo que nos deje del otro lado de la noche, 750mg de ovejas que salten la verja de esta casa que llevo en el pecho.

Y no supe qué decir, como ante toda necesidad las palabras se cortaron las venas con el filo de mis dientes. Aquí en el poema, las recojo, las visto de fiesta, las llamo: puede irse a la mierda toda la poesía para dormir.

Lo sé, amor. La ciudad está triste y violenta, lo ha estado desde Silva, cantando desafinada las cancioncitas que se dedicaron nuestros padres con la voz borracha del marinero bogotano, que navega en los charcos de la Séptima; pero no puedo contarte historias para dormir.

El mundo está triste, buscando la ruta que pase por sus casas sin tocar la esquina donde los espera la muerte, pegado a la novela de medianoche para no ver su reflejo en el televisor apagado, rascando con las uñas su carne a ver si encuentran el premio gordo que los saque de allí, pero no puedo contarte historias para dormir.

Los poetas están tristes y se emborrachan,
los pintores (de casas) están tristes y se emborrachan,
los buseteros, los guachimanes, los jovencitos que graffitean los puentes en la noche,

las viejas entaconadas que compran cigarrillos por unidad, los ladrones que no dejan sacarle la sim al celular, las nenitas que salen de fiesta, los taxistas insomnes, los parches que se fuman un porro antes de la proyección de medianoche, las presentadoras de los programas de concurso a las tres de la mañana, los enfermos que tosen hasta que despunta el sol, todos están tristes y se emborrachan,los borrachos están tristes…

Siguen tristes, con una mano adelante para que lo que buscan no les rompa la jeta; tras de ellos solo quedan migas de botellas rotas por el tedio de soltar preguntas al aire y tú me pides una nana que te deje descansar, pero no puedo contarte historias para dormir.

Para dormir vete a escuchar las noticias, que la poesía debe ser terrorismo espiritual, solo bombas que estallan en la mitad de la vida, entre los silencios de tus ojos, rompiendo las calles por las que planeábamos pasar hasta el último día; y el poeta es algo así como un gato, un gato que salta de tejado en tejado con el estómago abierto por el alambre de púas que enreda la noche, y las tripas afuera, afuera y adentro y alrededor; un gato que se extiende por los postes de la luz y maúlla a las lágrimas que le cuelgan de la jeta al mundo, aunque las oculte con las manos, un gato que se agazapa sin saber que ya los ruiseñores migraron lejos de los poemas, un gato que sigue saltando hasta envolver al mundo con sus entrañas y por lo menos quitarle el frío.

¿Pero qué contigo?

La madrugada curiosea el horizonte con sus dedos, y tú solo quieres dormir.
Tomado de: https://www.elespectador.com/noticias/cultura/poema-para-pasar-la-noche-cuentos-de-sabado-en-la-tarde/

DÍA 59

"Remordimiento póstumo", Charles Baudelaire.

Cuando duermas por siempre, mi amada Tenebrosa,
tendida bajo el mármol de negro monumento
y por tibia morada y por solo aposento
tengas, no más, el antro húmedo de la fosa;

Cuando oprima la piedra tu carne temblorosa,
y le robe a tus flancos su dulce rendimiento,
acallará por siempre tu corazón violento,
detendrá para siempre tu andanza vagarosa.

La tumba, confidente de mi anhelo infinito
(compasivo refugio del poeta maldito)
a tu insomnio sin alba dirá con gritos vanos:

«Cortesana imperfecta -¿de qué puede valerte
denegarle a la Vida lo que hoy llora la muerte»?
Mientras -¡pesar tardío!- te roen los gusanos.

DÍA 58

"La Mancha Hiptálmica", Horacio Quiroga".

—¿Qué tiene esa pared?

Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.

Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.

—¿P... pared? —formuló al rato.

Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.

—No es nada—contesté—. Es la mancha hiptálmica.

—¿Mancha?

—... hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.

—¿Qué dices? —le pregunté inquieto.

—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.

—¿Qué era?

—No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!

—¡Trata de acordarte, por Dios!—la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro...

Mi mujer hizo un esfuerzo.

—No puedo... No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.

—¿Qué? ...

—Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica —¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.

Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.

—¡Si... sí! —se reia—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...

—¿Un diente? ..

—No sé; creo que sí...

DÍA 57

"Canto de otoño", José Martí.

Bien: ya lo sé! La Muerte está sentada

A mis umbrales: cautelosa viene,

Porque sus llantos y su amor no apronten

En mi defensa, cuando lejos viven

Padres e hijo. Al retornar ceñudo

De mi estéril labor, triste y oscura,

Con que a mi casa de invierno abrigo,

De pie sobre las hojas amarillas,

En la mano fatal la flor del sueño,

La negra toca en alas rematada,
Ávido el rostro, trémulo la miro
Cada tarde aguardándome a mi puerta.
En mi hijo pienso, y de la dama oscura
Huyo sin fuerzas, devorado el pecho
De un frenético amor! Mujer más bella
No hay que la Muerte! Por un beso suyo
Bosques espesos de laureles varios,
Y las adelfas del amor, y el gozo
De remembrarme mis niñeces diera!
...Pienso en aquel a quien mi amor culpable
Trajo a vivir, y, sollozando, esquivo
De mi amada los brazos; mas ya gozo
De la aurora perenne el bien seguro.
Oh, vida, adiós! Quien va a morir, va muerto

DÍA 56

"Ante la puesta de sol", Fernando Pessoa.

Ayer por la tarde, un hombre de ciudad hablaba ante la puerta de la posada. También hablaba conmigo. Hablaba de la justicia y de la lucha por la justicia, y de los obreros que sufren, y del trabajo constante, y de los que pasan hambre, y de los ricos, que tienen anchas las espaldas por eso.

Y al mirarme vio lágrimas en mis ojos y sonrió complacido, creyendo que sentía el odio que él sentía y la compasión que él decía que sentía.

Pero yo apenas lo escuchaba. ¿A mí qué me importan los hombres y lo que sufren, o suponen que sufren? Que sean como yo, y no sufrirán. Todo el mal del mundo viene de que a unos les importen los otros, sea para hacer el bien, sea para hacer el mal. Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan. Querer más es perderlos y ser desgraciados.

Lo que estaba pensando mientras el amigo de los hombres hablaba (y eso me había conmovido hasta las lágrimas) era en cómo el murmullo lejano de los cencerros, aquel atardecer, no parecía las campanas de una ermita donde fueran a misa las flores y los regatos y las almas sencillas como la mía.

Alabado sea Dios, que no soy bueno y tengo el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino preocupados sin saberlo tan solo por florecer e ir discurriendo. Es esta la única misión que hay en el mundo, esta: existir claramente y saber hacerlo sin pensar en ello.

El hombre había callado, y miraba la puesta del sol. Pero ¿qué tiene que ver con la puesta del sol quien odia y ama?

DÍA 55

"No te salves", Mario Benedetti.



No te salves



No te quedes inmóvil

al borde del camino

no congeles el júbilo

no quieras con desgana

no te salves ahora

ni nunca

no te salves

no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

Pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

DÍA 54

"Torturas clásicas (La condesa sangrienta)" Alejandra Pizarnik.

Salvo algunas interferencias barrocas –tales como la “Virgen de hierro”, la muerte por agua o la jaula– la condesa adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico, que se podría resumir así:

Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes –su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años– y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un géiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?). También los muros y el techo se teñían de rojo.

No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne –en los lugares más sensibles– mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía.

Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)

…sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento concluyente, eran: “Más, todavía más, más fuerte!”

No siempre el día era inocente, la noche culpable. Sucedía que jóvenes costureras aportaban, durante las horas diurnas, vestidos para la condesa, y esto era ocasión de numerosas escenas de crueldad. Infaliblemente, Dorkó hallaba defectos en la confección de las prendas y seleccionaba a dos o tres culpables (en ese momento los ojos lóbregos de la condesa se ponían a relucir). Los castigos a las costureritas –y a las jóvenes sirvientas en general– admitían variantes. Si la condesa estaba en uno de sus excepcionales días de bondad, Dorkó se limitaba a desnudar a las culpables que continuaban trabajando desnudas, bajo la mirada de la condesa, en los aposentos llenos de gatos negros. Las muchachas sobrellevaban con penoso asombro esta condena indolora pues nunca hubieran creído en su posibilidad real. Oscuramente, debían de sentirse terriblemente humilladas pues su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal realzado por la presencia “humana” de la condesa perfectamente vestida que las contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la Muerte –la de las viejas alegorías; la protagonista de la Danza de la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas. Pero hay más: el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzsébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero, ¿quién es la Muerte? Es la Dama que asola y agosta como y donde quiere. Sí, y además es una definición posible de la condesa Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque ¿cómo ha de morir la Muerte?

Volvemos a las costureritas y a las sirvientas. Si Erzsébet amanecía irascible, no se conformaba con cuadros vivos, sino que:

A la que había robado una moneda le pagaba con la misma moneda… enrojecida al fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano.

A la que había conversado mucho en horas de trabajo, la misma condesa le cosía la boca o, contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que los labios se desgarraban.

También empleaba el atizador, con el que quemaba, al azar, mejillas, senos, lenguas…

Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de Erzsébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de ceniza en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre.

DÍA 53

"Poemas en cuarentena", Mercedes Unzeta Gullón.


Los genios se fueron con el viento.

Yo suspiraba por beber

pero el vacío secaba mi garganta

y mis ojos vagaban entumecidos.



Nunca debieron irse

sin saber de mi abandono.

Nunca debieron abandonarme

Para volver jamás.



Sólo quiero esperar.

Acurrucarme en el tiempo.

Esconderme de la vida.
Y esperar entre las plumas
Esperar.
Acurrucarme en la vida.
Esconderme del tiempo.
Y esperar.
Sólo quiero esperar

Espero, espero, espero.
Es… pero.
Pero… pero… pero. 
No.
No es. No es. No es.
Ansiedad. Tristeza. No.
No es. No está. No hay.

La Nada quiebra mi llanto.
Nada. Nada. Nada.
y…
¿Por qué sentiré tanto?

Y…
¿Por qué añoro tanto…?
Parece como si el espacio hubiera puesto
un abismo entre nosotros 
y el querer se hiciera más intenso
en la distancia,
como si las voces sonaran en un pasado
sin horizonte
y unas manos no fueran a posarse
nunca más en mi cabeza
ni unos dedos volvieran jamás
a calentar mi alma.
Parece como si las miradas se olvidaran 
de mi mirada.
Todo es enigmático y triste mientras tanto.

Pero

Cuando mar y cielo se confundan.
En un horizonte de esperanza.
Cuando en el vuelo podamos besar la Luna.
Cuando el tiempo deje de ser culpable.
Habrá gozo y alegría en el aire.

Mientras tanto

En la noche de las noches,
de muchas noches,
de todas las noches,
la infinita soledad del alma
recrea su memoria inmortal,
se acompaña de recuerdos
y vive la imaginación de la vida,
que es la vida.

¡Oh el Sol como embauca,
cómo hace brillar la vida
como si no pasara nada,
como si la felicidad
fuera todo
y la prisa del mundo
se parara!

¿Qué corto es el tiempo de un día y
qué largo un día sin tiempo!

O témpora o mores.

DÍA 52

"La Muerte en Samarra", Gabriel García Márquez.


El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
—Señor —dice— he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
—Huye a Samarra.
El criado huye. 

Esa tarde, temprano, el señor se encuentra la Muerte en el mercado.
—Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza —dice.
—No era de amenaza —responde la Muerte— sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.

DÍA 51

"Aplastamiento de las gotas", Julio Cortázar.

“Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.”

DÍA 50

Cuando la palabra es colectiva guarda en sí un profundo sentido y sentimiento que nos une; en este caso la muerte provoca el dolor, la tristeza y en torno a ellas hay una mágica creación, que hace posible que un ser sin vida material, anide con fuerza en nuestras vidas de una forma espiritual cobrando aliento y viviendo en nuestros corazones. Hoy el cielo está inundado con tu alegría y belleza...

"Gracias Laura Lizeth", Amigas y compañeras 11_01 JM Lifemena.

Hoy queremos dar gracias por tu vida, 
por compartir tu profunda alegría
expresada en tu permanente sonrisa
dibujada en tu rostro.

Tu talentosa danza, 
tu consejo, 
tu compañía que acogía a las recién llegadas
como si te conociéramos de tiempo atrás.

Por estar pendiente de nosotras, 
por influir 
para que buscáramos ser mejores cada día, 
por compartir tus sueños 
que desde el preescolar fuimos labrando,
tú queriendo estudiar contabilidad.

Hoy te seguimos contando entre nosotras
vivirás por la eternidad. 
Debemos decir que te has graduado por adelantado, 
alcanzando el más importante de los grados: 
Vivir la vida amando alegremente, 
ayudando y compartiendo con los otros 
y transmitiendo vida.

GRACIAS !!!

DÍA 49

"El camino", Miguel Delibes.

(Fragmento)



"No obstante, el pueblo acudió en masa a las rogativas. Antes de abrir el alba, tan pronto el gallo blanco del Antoliano lanzaba desde las bardas del corral su ronco quiquiriquí, se formaban torpemente dos filas oscuras que caminaban cansinamente siguiendo las líneas indecisas de los relejes. Paso a paso, los hombres y las mujeres iban rezando el rosario de la Aurora y a cada misterio hacían un alto y entonces llegaba a ellos el dulce campanilleo de las ovejas del Rabino Grande desde las faldas de los tesos. Y como si esto fuera la señal, el pueblo entonaba entonces desafinada, doloridamente, el <<Perdón, oh Dios mío>>. Así hasta alcanzar la Cruz de Piedra del alcor ante la cual se prosternaba humildemente don Ciro y decía: <<Aplaca, Señor, tu ira con los dones que te ofrecemos y envíanos el auxilio necesario de una lluvia abundante>>. Y así un día y otro día.



Por San Celestino y San Anastasio concluyeron las rogativas. El cielo seguía abierto, de un azul cada día un poco más intenso que el anterior. No obstante, al caer el sol, el Nini observó que el humo de la cueva al salir del tubo se echaba para la hondonada y reptaba por la vertiente del teso como una culebra. Sin pensarlo más dio media vuelta y se lanzó corriendo cárcava abajo, los brazos abiertos, como si planeara. En el puentecillo de junto al arroyo divisó al Pruden encorvado sobre la tierra: -¡Pruden!- voceó agitadamente, y señalaba con un dedo la chimenea, a medio cueto-: El humo al suelo, agua en el cielo; mañana lloverá. Y el Pruden levantó su rostro sudoroso y le miró como a un aparecido, primero como con desconcierto pero, de inmediato, hincó la azuela en la tierra y sin replicar palabra se lanzó como un loco por las callejas del pueblo, agitando los brazos en alto y gritando como un poseído: -¡Va a llover! ¡El Nini lo dijo!¡Va a llover! Y los hombres interrumpían sus tareas y sonreían íntimamente y las mujeres se asomaban a los ventanucos y murmuraban: <<Que su boca sea un ángel>>, y los niños y los perros, contagiados, corrían alborozadamente tras el Pruden y aquellos gritaban a voz en cuello:<<¡Va a llover! ¡Mañana lloverá!¡El Nini lo dijo!>>"

DÍA 48

“Vine como voluntario a una comunidad nativa. Me quedaré hasta que termine el estado de emergencia”, José Carlos Ortega (31) Antropólogo.



Vivo actualmente en la Comunidad Nativa de Shintuya (Región Madre de Dios, Provincia del Manu). Llegué a finales de febrero y vine para realizar mi tesis de posgrado en Antropología además de apoyar en la Casa-Misión de Shintuya como voluntario. Cuando se inició la cuarentena, los comuneros en asamblea decidieron acatarla para así evitar la presencia de casos del Covid-19. En un primer momento había confianza en que la cuarentena no se iba a extender, además los residentes tienen acceso a chacras y ríos donde pueden cultivar y pescar. Los recursos de la comunidad podían aliviar la carencia de víveres.

No obstante, la dependencia de víveres como arroz, aceite, carne de pollo, entre otros, hace difícil la manutención de las unidades domésticas harakmbut (pueblo nativo de Madre de Dios). Asimismo, la población se dedicaba a la construcción, comercio de plátanos y al turismo vivencial. Su cercanía a la capital provincial generaba pluralidad en las actividades económicas. El dinero escasea, y la vida de la comunidad si bien continúa, ha sentido el golpe económico. Las instituciones educativas están cerradas y los niños acompañan a los padres de familia a las chacras, al río o al monte. De un total de aproximadamente 70 familias, menos de 5 tienen cable satelital. Las clases a distancia "Aprendo en Casa" no se ven ya sea por cortes de electricidad, ausencia de niños, acceso al cable satelital, entre otros. 

Cuando necesitan cobrar los programas sociales, los beneficiarios se trasladan hacia la capital provincial Villa Salvación. Ya ha habido un accidente. Shintuya no es la única comunidad que se encuentra en la carretera. Los caseríos de Santa Cruz, Mansilla, San Isidro, los centros poblados de Itahuania, Nuevo Edén y Puerto Shipeteari y las comunidades nativas cercanas como Diamante, Palotoa Teparo deben trasladarse para acceder a los bonos del gobierno. Solo hay una ventanilla en el Banco de la Nación en Villa Salvación, ¡una ventanilla!, para atender a casi toda la provincia. 

Los días siguen pasando y no hay solución efectiva. Vine como voluntario y tesista por un período reducido de tiempo, pero ahora me quedaré en "La Misión que nunca muere" hasta que el estado de emergencia termine.

DÍA 47

"Un día cualquiera", Claudia E.


Ahí está ella...
Día tras día se escapa
como mi sonrisa en noches sin luna;
la vida, ese soplo fugaz
que se va de a poquitos,
y cierto día se escapa
y jamás vuelve.

Este encierro 
que se parece a la muerte, 
sin poder abrazar,
sin poder gritar,
alimentado de los recuerdos
de los vivos
y también de los muertos.

La vida...
Siempre enmascarada
con la lápida detrás,
con esa sonrisa burlona 
y cara de niña buena.

La muerte...
Tan intempestiva
y a la vez misteriosa
y en ocasiones irreverente
e inesperada.

Un día cualquiera
ya no estarás más, 
lágrimas y recuerdos,
y para algunos olvido.
Así de vana puede ser la vida
puede escaparse,
sin pedir permiso alguno
y sin despedirse
y así se irá ...
Un día cualquiera.

DÍA 46

De Como quien espera el alba (1941-1944):"Tarde oscura", Luis Cernuda.


Lo mismo que un sueño
al cuerpo separa
del alma, esta niebla
tierra y luz aparta.

Todo es raro y vago:
ni son en el viento,
latido en el agua,
color en el suelo.

De sí mismo extraño,
¿Sabes lo que espera
el pájaro quieto
por la rama seca?

Lejos, tras un vidrio,
una luz ya arde,
poniendo la hora
más incierta. Yace

la vida, y tú solo,
no muerto, no vivo,
en el pecho sientes
débil su latido.

Por estos suburbios
sórdidos, sin norte
vas, como el destino
inútil del hombre.

Y en el pensamiento
luz o fe ahora
buscas, mientras vence
afuera la sombra.

DÍA 45

“Un día esta pandemia pasará y quizás recuerde la inocencia con que vivíamos pocos días antes”, Sally Jabiel (27)

Periodista

Lima-Barcelona-París. 

Escribo esto desde París donde vive mi pareja y estoy confinada. Escribo esto desde Barcelona donde está la habitación que dejé, sin ordenar, porque debía volver en un par de días, la universidad que no terminé y los amigos de los que no me despedí. Escribo esto desde Lima donde están mis padres y más de la mitad de mis recuerdos.

Un día, esta pandemia pasará y no sé bien qué recordaré. Quizás la inocencia con que vivíamos pocos días antes. Las llamadas desde Lima de mi madre. Los "no es para tanto" que repetimos una y otra vez, como si pudiéramos frenar así lo que venía. 

Tal vez recordaré esos primeros días de marzo cuando dejé Barcelona. El aeropuerto, por entonces, sin rastros de mascarillas. El pasaporte que se perdió en ese preciso -y peor- momento. Mi cumpleaños. Las muertes que empezaron a sentirse cercanas, convertidas en estadísticas que pronto se volvieron lejanas y no pararon de crecer. El día en que se cerraron las fronteras que siempre estuvieron ahí para separarnos. O este primer día en que volví a caminar sin dirección al supermercado, solo para respirar, pero con miedo.

París, 19 de mayo de 2020

DÍA 44

"Agradecimiento", Wislawa Szymborska.


Debo mucho
a quienes no amo.

El alivio con que acepto
que son más queridos por otro.

La alegría de no ser yo
el lobo de sus ovejas.

Estoy en paz con ellos
y en libertad con ellos,
y eso el amor ni puede darlo
ni sabe tomarlo.

No los espero en un ir y venir
de la ventana a la puerta.
Paciente casi como un reloj de sol
entiendo lo que el amor no entiende;
perdono lo que el amor jamás perdonaría.

Desde el encuentro hasta la carta
no pasa una eternidad,
sino simplemente unos días o semanas.

Los viajes con ellos siempre son un éxito,
los conciertos son escuchados,
las catedrales visitadas,
los paisajes nítidos.

Y cuando nos separan lejanos países
son países bien conocidos en los mapas.

Es gracias a ellos
que yo vivo en tres dimensiones,
en un espacio no-lírico y no-retórico,
con un horizonte real por lo móvil.

Ni siquiera imaginan
cuánto hay en sus manos vacías.

“No les debo nada”,
diría el amor
sobre este tema abierto.

DÍA 43

“Extraño a la gente de mi ciudad. Con la cabeza activa y que protesta”, Daniela Valdivia Blume (24).

Estudiante de Periodismo

Ilustración: Shutterstock
Extraño la ciudad en la que vivo. La visión de Lima; grande, diferente, diversa, pública, completamente autónoma; donde las pistas son solo pistas y las conversaciones enfrentan complejidad y ambición, el espacio entre los edificios históricos y los urbanos, la manera de darle vida a la calle. 

Repienso Lima desde el vacío y materialmente. Con una gran vista hacia los lugares de encuentro para echar una cerveza magnífica en el centro de la ciudad o un paseo temporal por el valle limeño. Extraño los municipios con personas afuera que fijan tarifas particulares y atractivas a los dibujos, la comida y el conocimiento, basándose en discursos que contagian creatividad y que producen emociones positivas. Más bien son un conjunto de palabras con secretos e historias escondidas que se valen para cambiar la realidad de la gente que se esfuerza. Una fantasía estructural que narra hechos en orden temporal. Un campo de batalla en el que se enfrentan los argumentos de la mayoría y los analistas del poder con diferencias divinas. Extraño a la gente de mi ciudad. Elocuente, semejante, individual. Donde lo más común es resolver los juicios expropiando todo o nada. Con la cabeza activa y que protesta. No es igual a cualquier otra. 

Estos tiempos han reconocido el rol y la marcha de los ciudadanos y ciudadanas que luchan. Se ve en los verbos, las calles, las tareas, la causa. Pero también han marcado la desigualdad y el rechazo, la palabra 'contra' y la noticia repudiable para entretenernos en más de la mitad de los espacios secundarios. Le hemos dado lugar a los detalles, la injusticia, la ideología y al repudio entre clases. Pero bueno, esa es otra raíz. 

En casa soy la última en dormirse y con frecuencia, pienso en que ir a estudiar, dar mi opinión y estar con los ojos bien abiertos, también hace falta. Inaugurar los viernes con los míos y mías, prestar atención en la calle, saber si me bajo en el paradero correcto, entrar por la puerta equivocada, poner cara de piedra y hacer como si no me importara. Quizá ahora no nos pase tanto y el tiempo nos vuelva el carácter más grueso, preparemos el trabajo y quedemos señalados o señaladas por reír mucho o muy poco. Al paso, Lima sigue adelante. Le da pelea a lo que salga. Crea realidades, desafía barreras, vuelve a plantear soluciones y fortalece sus horizontes. Es la misma. Querida, sostenida, cercana. Una buena noticia: me importa. Sus historias, sus imágenes, sus maneras de actuar; hablar de otras cosas. Cosas comunes y sin restricciones. Extraño la ciudad en la que vivo.

DÍA 42

"La oveja negra", Augusto Monterroso.

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

DÍA 41

"Estábamos muertos y podíamos respirar" Paul Celan.




Guardo

estos últimos días 

en mis ojos,

corazón, bolsillos,

la tibia mirada 

del sol de otoño, 

lámpara que enhebra 

camellos y castillos de arena 

en postales de sueño,

amarillentas postales

donde la distancia

mide nuestro tiempo

en calendarios de luna

y lenguajes de silencio.



Guardo 

la espada de nieve

y el tibio corazón de la noche

para recordarnos

que hubo vida

en las lágrimas y sombras

de una puerta,

una ventana

o escalera

a nuestra propia

disolución 

en las cenizas.

DÍA 40

"Casa paterna", Fátima Vélez.



Esta cosa liberada de formas

parece a simple vista

la casa que todos quisiéramos tener

el centro de toda lejanía.



Más cerca

no es pared

es cáscara de un orden

los objetos contra los pobres rincones

las pobres ventanas

los pobres estanques

y la vida de los peces

no sabemos dónde va a parar

expulsada de sus formas redondo triangulares

por la ira de un padre

que no se quita nunca el sombrero .



Eso de allá soy yo

esa manera de acercarme al pan

no podríamos llamarla hambre

es la manía de buscar dictados en las formas del brócoli

lo heredé de los que dijeron:
si reconozco la planta venenosa de la no venenosa
sobreviviré y hasta revelaré el desastre por venir

si el olfato me basta para seguir el transcurrir de la zanahoria

y morderla para cerrar los ojos

ante el flujo del naranja

la absorción del naranja.



A la altura de una hormiga

ahora quiere ponerme a trabajar

si ella tuviera mi tamaño
haría conmigo a la cruda
lo que hago yo con esta carne desmechada.

Sin darnos cuenta el refugio huye
sin más pared que los deseos
de un padre
que no se quita nunca el sombrero.

Repetición del día martes una y otra vez
repetición del día domingo una y otra vez 

Si nos acercamos
podemos ver
lo blando saliendo del horno
aroma del miedo a la una en punto.

DÍA 39

"Alta cocina", Amparo Dávila



Cuando oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de todo a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.



Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.



En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos, y con más frecuencia si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.



Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.



A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían, y me siguen aún, a todas partes.



Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.



Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daba una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.



Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas…



Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.





DÍA 38

"Cuando todos se vayan", Jorge Teillier.

Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada bebiendo un último vaso de cerveza,y luego volveré al pueblo donde siempre regreso como el borracho a la taberna y el niño a cabalgaren el balancín roto.Y en el pueblo no tendré nada que hacer,sino echarme luciérnagas a los bolsillos o caminar a orillas de rieles oxidados o sentarme en el roído mostrador de un almacén para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña que recorre los mismos hilos de su red caminaré sin prisa por las calles invadidas de malezas mirando los palomares que se vienen abajo,hasta llegar a mi casa donde me encerraré a escuchar discos de un cantante de 1930 sin cuidarme jamás de mirarlos caminos infinitos trazados por los cohetes en el espacio.

DÍA 37

"Toros del rodeo", Raúl Noriega Sandoval.

El General, tan aficionado a los toros como era, y no conforme con dominar el medio taurino, tener su plaza y jugar con los toreros como si fueran soldaditos, no podía dejar de ambicionar una ganadería de reses bravas. Mediante ventas obligadas y regalos obligados, la fundó.
Pasó un tiempo y así pudo ir viendo desarrollarse a sus “bravos”. Todo era halagos de amigos y empresarios.—¡Qué estampa!

—¡Qué finos!

—Estos serán los Miuras Mexicanos.



—No habrá quién se les ponga enfrente.



El General, henchido, les decía:



—Vengan nada más. Échenle un vistazo a estas notas de tienta. Ya verán cuando los presente.



Por fin llegó el día del anhelado debut de la ganadería; el público, que odiaba a tirano, llenaba los graderíos, con la secreta esperanza de que fracasara la mentada ganadería, y desquitarse en la plaza, en parte, de lo que no podía hacer fuera de ella.



Sonó el clarín, dando entrada al primero de la tarde. Anhelante. Babeó las tablas y paróse. El “Tabaco” salió a correrlo; el toro, apenas le vio venir, huyó como asustada oveja a refugiarse al otro lado del ruedo; persiguióle y el animal corrió despavorido por toda la plaza.



La gente pateaba de gusto; iban resultando las cosas tal como se lo desea.



El matador, para evitarse futuras represalias, hizo lo posible por sujetarlo. Nada. Manso perdido. La rechifla iba en aumento. Los caballos salieron a perseguirlo y, tras enormes esfuerzos, alancearon al animal, cercado contra las tablas y tapándole la salida.



El Juez suspiró, había tomado una vara. Según el reglamento, no tenía que devolverlo. ¿Quién se hubiera atrevido a devolver al corral, por manso, a un toro del General? Este, molesto masticaba su puro.



—Quién sabe qué pasó. A lo mejor algo le hicieron.



—O sus enemigos lo enyerbaron, mi General.



Un pistolero habló:



—Yo no me he movido de la corraleta en toda la noche.



—Ahorita con las varas va a aflorarle el buen estilo, mi General. No se preocupe.



El buey, con pinta de toro bravo, fue despachado por el matador en turno, de la mejor manera posible, para no desagradar al General.



El segundo, igual. El tercero, devuelto al corral; el “sobrero”, brincó la barrera cuatro a cinco veces. El cuarto, no hubo quien lo moviera de la puerta de toriles, donde se aculó.



La gente gozaba de lo lindo. Le mentaba la madre al General, al Juez de Plaza, a los peones, a la Empresa. El ruedo parecía un muladar con la enorme cantidad de basura y objetos que el público había arrojado. En las alturas, las fogatas lanzaban siniestros reflejos.



En el palco del General, no se oía un ruido. A sus allegados ya les dolían las nalgas de las duras sillas, pero no osaban moverse. Las gargantas resecas, pero nadie se atrevía a pedir una cerveza o un coñac; un detallo así podía desencadenar la ira irrefrenable del General, que miraba impertérrito lo que sucedía en la arena, mientras pensaba en quién hacer recaer la culpa del ridículo que estaba sufriendo.

—Ahora van a ver, este es mi gallo —masculló, lívido de coraje.

Quinto de la tarde. Una pinta imponente, corniabierto, negro listón, respondía al nombre de “Jabato”, pero era manso de solemnidad. No tomó ni un capotazo; los caballos le perseguían como si se tratara de un torneo. No se le pudo picar. Hozó las basuras y, finalmente, se echó con placidez a media plaza.

El público, enloquecido, se lanzó al ruedo. El bovino ni caso hacía; lo coleaban, le pateaban; ni siquiera se defendía; cuando mucho, emprendía un trotecillo.

En la penumbra del palco del General, este estaba a punto del paroxismo del coraje. Eso se lo estaban haciendo a él, a él…

—¿Dónde está Julián? —, gritó.

—Aquí, mi jefe.

—Que entre la policía al ruedo y me saque a toda esa cabrona chusma a culatazos. Tú, Pepe, vas por el Juez y te lo llevas a encerrar; de paso le dan una “calentadita”, él tiene la culpa de todo.

—Sí, mi General.

El mayoral se escurrió por el callejón; por menos lo mataba el General.

En ese mismo instante, “la Porra”, un grupo de aficionados de la peor ralea, abría una canasta que parecía contener comida; envuelta en un blanco mantel con palomitas bordadas, aparecía una lata de gasolina de cinco litros.

—Como les dije, muchachos. A ti te toca.

—Bajas, negro.

Cuando la policía, en medio de una lluvia de almohadillas y vasos conteniendo orines, intentaba despejar el ruedo a macanazos y golpes de máuser, se oyó un crepitar. Como una aparición demoníaca, vióse venir un enorme toro en llamas, que embestía, corneaba y daba coces. Los ojos, aún con vista, buscaban en quien descargar su furia y dolor. Esbirros y chusma corrían despavoridos, lanzándose de cabeza a las tablas.

Se va contra la barrera, estrellándose en ella con inaudita fuerza, se astilla en los pitones y continúa corneando, levantando las tablas. Siente que por allí no hay salida y corretea por el ruedo, mugiendo lúgubremente, seguido por el chisporroteo y un espantoso olor a fritangas.

La canalla ha tomado coraje otra vez y le arrojan las tablas de la barrera y botellas.

La sanguinolenta masa de fuego corre de lado, para atrás, gira, se retuerce y el humo que exhala parece que le diera propulsión.

Ciego ya, se estrella una y otra vez contra la puerta del toril, tratando de escapar a su horrible suerte. Cornea desesperado, rompiéndose los cuernos hasta las cepas y, aun así, sigue golpeando con la testa, con la esperanza de huir. De los orificios de los cuernos mana abundante sangre, que ahuyenta las llamas que salen del testuz.

Algunos hacían por no ver, pero veían las grandes úlceras humeantes del toro asado vivo; en enormes trechos la piel había desparecido, mientras los tejidos, tendones y músculos palpitaban y se requemaban.

La multitud le sigue a respetuosa distancia en enorme algarabía. Dobla y hace un esfuerzo por levantarse. No puede más.

De pronto, se oye una reventazón: vuelan tripas y masas musculares por todos lados. La gente que lo rodeaba corre sacudiéndose la ropa y gritando de gusto.

—¡Órale! Un taco de barbacoa.

DÍA 36

"El niño", Helen Buckley.



Érase una vez un niño que acudía por primera vez a la escuela. El niño era muy pequeñito y la escuela muy grande. Pero cuando el pequeño descubrió que podía ir a su clase con sólo entrar por la puerta del frente, se sintió feliz.



Una mañana, estando el pequeño en la escuela, su maestra dijo: Hoy vamos a hacer un dibujo. Qué bueno- pensó el niño, a él le gustaba mucho dibujar, él podía hacer muchas cosas: leones y tigres, gallinas y vacas, trenes y botes. Sacó su caja de colores y comenzó a dibujar.



Pero la maestra dijo: - Esperen, no es hora de empezar, y ella esperó a que todos estuvieran preparados. Ahora, dijo la maestra, vamos a dibujar flores. ¡Qué bueno! - pensó el niño, - me gusta mucho dibujar flores, y empezó a dibujar preciosas flores con sus colores.



Pero la maestra dijo: - Esperen, yo les enseñaré cómo, y dibujó una flor roja con un tallo verde. El pequeño miró la flor de la maestra y después miró la suya, a él le gustaba más su flor que la de la maestra, pero no dijo nada y comenzó a dibujar una flor roja con un tallo verde igual a la de su maestra.



Otro día cuando el pequeño niño entraba a su clase, la maestra dijo: Hoy vamos a hacer algo con barro. ¡Qué bueno! pensó el niño, me gusta mucho el barro. Él podía hacer muchas cosas con el barro: serpientes y elefantes, ratones y muñecos, camiones y carros y comenzó a estirar su bola de barro.


Pero la maestra dijo: - Esperen, no es hora de comenzar y luego esperó a que todos estuvieran preparados. Ahora, dijo la maestra, vamos a dibujar un plato. ¡Qué bueno! pensó el niño. A mí me gusta mucho hacer platos y comenzó a construir platos de distintas formas y tamaños.



Pero la maestra dijo: -Esperen, yo les enseñaré cómo y ella les enseñó a todos cómo hacer un profundo plato. -Aquí tienen, dijo la maestra, ahora pueden comenzar. El pequeño niño miró el plato de la maestra y después miró el suyo. A él le gustaba más su plato, pero no dijo nada y comenzó a hacer uno igual al de su maestra.



Y muy pronto el pequeño niño aprendió a esperar y mirar, a hacer cosas iguales a las de su maestra y dejó de hacer cosas que surgían de sus propias ideas.



Ocurrió que un día, su familia, se mudó a otra casa y el pequeño comenzó a ir a otra escuela. En su primer día de clase, la maestra dijo: Hoy vamos a hacer un dibujo. Qué bueno pensó el pequeño niño y esperó que la maestra le dijera qué hacer.



Pero la maestra no dijo nada, sólo caminaba dentro del salón. Cuando llegó hasta el pequeño niño ella dijo: ¿No quieres empezar tu dibujo? Sí, dijo el pequeño ¿qué vamos a hacer? No sé hasta que tú no lo hagas, dijo la maestra. ¿Y cómo lo hago? - preguntó. Como tú quieras contestó. ¿Y de cualquier color? De cualquier color dijo la maestra. Si todos hacemos el mismo dibujo y usamos los mismos colores, ¿cómo voy a saber cuál es cuál y quién lo hizo? Yo no sé, dijo el pequeño niño, y comenzó a dibujar una flor roja con el tallo verde.”



FIN

DÍA 35

Ejercicio 32, Paulo José Miranda.


Y un día despertamos

hay un infierno creciendo del estómago hasta la boca

los niños gritan en la calle

persiguiendo una pelota y un sol pobre

que revuelve los botes de basura.



Arrastra por todo el cuarto una dificultad para respirar

los pájaros cantan

yendo y viniendo de los nidos del balcón

y el humano busca una ventana dentro de su cuerpo

abre una pared

un pequeño corte en la garganta

no hay ni una noche en la que no adormezca con miedo

no le tema a la muerte

sino al despertar

arrastrar una enfermedad es alimentar un imperio.

DÍA 34

El ciclo, Francisco Lerdo de Tejada

—No estoy para ningún asunto que no se relacione con la boda —dijo a su secretaria don Melitón, al llegar a su elegante oficina, situada en el último piso del alto edificio del Paseo de la Reforma.


Se dirigió hacia su enorme escritorio de caoba y respiró profundamente el aroma del agua de colonia rociada diariamente, e hizo una pausa para, a través del amplio ventanal, admirar el panorama que ofrece la Ciudad de México en una tarde despejada.



Escudriñó por encima del escrito sobre el cual descansaban cinco teléfonos y un elefante de plata a manera de adorno, acomodó algunos papeles y apretó varios timbres para anunciar su arribo a los principales colaboradores. Por el interpone solicitó un vaso de jugo de naranja y aspirinas, con la vista fija en el cuadro de Schmill, recientemente adquirido, con ciertas dudas de que el monstruo allí representado fuese el retrato que el autor hubiese hecho de su alma.



Una vez sentado, comenzó a revisar algunas facturas de la próxima boda de su hija con un joven de apellido porfiriano, acontecimiento que prometía ser fastuoso.



La rolliza figura, el redondo rostro de piel morena y reluciente, los carrillos amplios y carnosos y principalmente los vivaces ojos negros, indicaban claramente su holgada situación económica.



De aquel bizarro adolescente, de figura enclenque que tan bravamente había combatido el despótico gobierno de Porfirio Díaz, no quedaba nada. Aquellas piernas deformadas por el caballo habían perdido su fuerza; las ropas de manta habían dado paso a la seda y casimires ingleses y los huaraches habían sido sustituidos por fino calzado americano.



Aquel terrible odio hacia la dictadura y las castas privilegiadas, minoría por cierto, que opulentas y poderosas vivían con insultante derroche de lujo, mientras las mayorías sufrían de la más absoluta miseria, había quedado en el olvido, lo mismo que el deseo de transformar a México en su estructura económica y social.



Ahora, su apariencia y su forma de vida correspondían a la del prominente hombre de negocios, relacionado con lo más granado de la política, banca, industria y sociedad, y gustaba de la buena comida, la buena bebida y toda clase de comodidades.



Revisaba los asuntos pendientes, cuando apareció la secretaria con el jugo de naranja y las aspirinas. Don Melitón suspendió la factura a fin de admirar a ese maravilloso ejemplar de mujer, de esbelta y cimbreante figura, de sedoso pelo castaño que caía sobre parte del rostro, pero son ocultar los grandes ojos azules, inquietantes y agresivos.



La secretaria, sabedora de lo glotón de placeres que era don Melitón, adoptaba poses provocativas, fingiendo naturalidad.



—Siéntese por favor, Paty, y comuníqueme de aquí con el señor Santos, el decorador —, solicitó amablemente don Melitón, con objeto de mantener cerca de él a su secretaria.



Patricia, por su parte, había sido la esperanza de sus padres, quienes hubieran querido siguiese la carrera artística de modelo, o bien empleada de Xóchitl o Rosa Murillo. Sin embargo, el casual encuentro cuando ella esperaba un pesero y Melitón leía su periódico en el asiento trasero de su Mercedes Benz, cambió la ruta de su vida. Aun cuando no la tenía bajo su sueldo, permanecía allí, tal vez en espera de alguna concesión, negocio o herencia.



Melitón, prendado de su belleza, le había ofrecido trabajo de secretaria, a pesar de que, como taquimecanógrafa no era ninguna maravilla; sin embargo, era muy útil para arreglar asuntos y conseguir clientes que los expertos daban por perdidos.



—Ya está el señor Santos al teléfono.



—Bueno. ¿El señor Santos? …Habla De Garduño. Estoy muy molesto con usted, ya que quedó de decorar el Palacio de Minería para el banquete a un precio determinado de antemano y estuve de acuerdo; sin embargo, al examinar la factura, encuentro una adición de veinticinco mil pesos… A mí me tienen sin cuidado sus cálculos. Si se equivocó, es problema suyo y no mío. Yo convine en pagar doscientos cincuenta mil pesos y no estoy en condiciones de erogar un centavo de más —, manifestó con energía al tiempo de descargar dos manotazos sobre el escritorio y su rostro adquirir un tono violáceo. Escuchó durante varios segundos las razones del decorador y en forma violenta colgó el auricular.



—¡Son como pirañas! En cuanto cae en sus manos un cliente de dinero, quieren devorarlo y exprimirlo. He gastado mucho dinero extra porque mi situación económica es bien conocida. Ni modo, pues la boda tiene que hacer época. Paty, ¿ya recibieron la lista que el Duque de O’Tranto quedó de enviar?



—Ya lar recibimos y se están rotulando los sobres de las invitaciones.



—Cheque usted, por favor, que no se vaya a excluir a nadie. Llame a los hoteles Hilton y María Isabel para que alojen en las mejores habitaciones a mis invitados del extranjero y dígales que después me envíen las facturas. Antes, por favor, dígale a Ramírez que trate de hacer contacto con nuestra avioneta enviada a Belice, ya sea por radio o por teléfono, a fin de obtener informes sobre las bebidas, pues ya estoy nervioso pensando que no puedan llegar a tiempo.



La muchacha se levantó de la silla y, contoneándose con paso lento y provocativo, se dirigió a la puerta.



Melitón se levantó también de su escritorio y caminó hasta el librero. Apretó un botón casi secreto que abrió automáticamente los libros simulados, dejando al descubierto una cantina con botellas, vasos, refrescos y una hielera. Sacó un vaso y, después de colocar dos hielos, vertió un poco de escocés, encendió la frecuencia modulada del aparato de radio y se sentó al lado de la mesa de juntas a beber.



Apareció nuevamente la secretaria con buenas noticias de la tripulación e hizo que Melitón sonriera abiertamente y adoptara una postura cómoda, con los músculos relajados.

—Don Melitón, ¿el vestido de novia se pagará directamente en París? ¿Debemos enviar el dinero por giro postal?

—Ya le di instrucciones a Padilla respecto a ese asunto. Estoy agotado, Paty, y eso que faltan dos semanas para la boda —, dijo con calma, mientras tomaba entre sus manos una de las elegantes invitaciones. Luego leyó el texto y, cuando llegó a su nombre, lo deletreó calmadamente. “Melitón de Garduño”; una vez más lo repitió de corrido en voz alta, recreándose en la elegancia adquirida por el “de”, preposición y sugerencia genial de un empleado, que le daba una especie de distinción, ya que Melitón Garduño, a secas, sonaba muy vulgar.

De la calle llegaba un murmullo de gritos lejanos y, aprovechando la presencia de Patricia, Melitón le pidió se asomase a averiguar la causa.

Patricia caminó hacia la ventana, aprovechando la ocasión de ser admirada. Cuando hubo llegado, se reclinó para tener mejor visibilidad y mostrar sus amplias caderas y gruesas piernas en postura incitante, en tanto que el jefe, moviendo el paso que soportaba en su mano, daba rienda suelta a su imaginación.

—Mire don Melitón, son los granaderos que disuelven una manifestación de estudiantes que se dirigían al centro. No alcanzo a distinguir los letreros de los cartelones —informó un tanto emocionada Patricia.

—¡Con un carajo! ¿Qué piensa el gobierno que no toma medidas drásticas con estos comunistas alborotadores? —Masculló molesto don Melitón, derramando el contenido del vaso con un movimiento brusco e inconsciente, tal vez por el presentimiento de otro movimiento armado como aquel en que participó cuando era joven, combatiendo a una minoría que vivía henchida de riquezas y prosperidad, a costa de la opresión, miseria e ignorancia del pueblo.

DÍA 33

"Siempre", Alejandra Pizarnik.

A Rubén Vela

Cansada del estruendo mágico de las vocales

Cansada de inquirir con los ojos elevados

Cansada de la espera del yo de paso

Cansada de aquel amor que no sucedió

Cansada de mis pies que sólo saben caminar

Cansada de la insidiosa fuga de preguntas

Cansada de dormir y de no poder mirarme

Cansada de abrir la boca y beber el viento

Cansada de sostener las mismas vísceras

Cansada del mar indiferente a mis angustias

¡Cansada de Dios! ¡Cansada de Dios!

Cansada por fin de las muertes de turno

a la espera de la hermana mayor

la otra la gran muerte

dulce morada para tanto cansancio.

DÍA 32

"MI ESTADÍA EN LA BANDA", Jenny Valeria Suárez Rodríguez. 906 JM "LFMN"

En estos momentos de cuarentena no pensé que llegara a extrañar tanto la banda y tocar en presentaciones, la banda del Liceo se convirtió en uno de mis pasatiempos favoritos y al no estar disfrutando de ella en este momento me siento triste. Espero que cuanto todo vuelva a la “normalidad” yo pueda volver a los platillos y a las presentaciones. 

Todo empezó cuando una de mis amigas me dijo que entrara a la banda marcial del colegio, al principio yo no quería, pero mi amiga logró convencerme. El primer día, yo la verdad no estaba muy interesada, en realidad yo no quería entrar y solo lo hice para que mi amiga no me molestara más. 

El día de mi primer ensayo, me acerqué donde estaba el profesor a presentarme e inscribirme en algún instrumento. Yo quería estar en lira o en redoblante, o quizás en tambora o en bastón, pero el profesor me puso en el único instrumento que no quería: platillos. Ese día, cuando salimos a practicar con los instrumentos correspondientes, no había ninguna otra platillera, yo era la única y eso no me gustó, sin embargo una chica de tambora, la mayor de hecho, fue la que me enseñó. Estuve practicando y para el final de la clase ya sabía lo más básico. 

En la siguiente clase ya había más niñas de mi instrumento y para ese momento ya me estaba empezando a gustar la banda y en las siguientes clases me divertía más y más. 

En mi primera presentación, yo estaba muy emocionada y nos fue muy bien, tanto que nos felicitaron y para las siguientes presentaciones nos fue mucho mejor. 

Al final del año ya era una de las mejores en platillos y aunque me quería cambiar de instrumento, me dijeron que me quedara en platillos porque me querían hacer Vicemayor, esto quiere decir que cuando la Mayor se ausenta yo la reemplazo. Como la mayor de platillos ya está en grado décimo no asiste a los ensayos de banda una vez a la semana, por esta razón yo me encargo de su reemplazo. 

Todo ha sido un lindo proceso y una gran experiencia que quiero seguir disfrutando mientras estudie en el Liceo.


DÍA 31

"Acuérdate", Juan Rulfo.

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y de daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre músicas y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahi te mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Solo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.



La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le querían dar muy caro los jitomates, pegaba de gritos y decía que la estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.



Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grandes, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos.



Nos traficaba a todos, acuérdate.



Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.



Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepache que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos, al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.



Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.



Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.



Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.



Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.



Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, de arrimó una paliza que por poco y lo deja paralítico, y que él, de coraje, se fue del pueblo.



Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.



Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, son oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.



Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.



Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.



Tú te debes de acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

DÍA 30

"El pescador y el hombre elegante", Anónimo.

Un hombre elegante paseaba un día por un puerto de mar, bajo el sol cálido de mediodía. Le llamó la atención una barca repleta de peces en la que el pescador se afanaba en colocar el pescado en cajas.

—Buenos días buen hombre, veo que hoy se le ha dado muy bien la pesca.

—Buenos, pues sí, más o menos igual que todos los días.

—¿Ah sí? ¿Y me puede decir cuántas horas dedica a trabajar. Debe de ser un trabajo duro.



El pescador le dijo que por las mañanas desayunaba tranquilamente con su familia, llevaba a los niños al colegio y desde allí iba al puerto. Sacaba el barco y faenaba cuatro o cinco horas. A mediodía regresaba, llevaba el pescado a la lonja y comía con su familia. Por la tarde hacía las tareas de la casa con su mujer y ayudaba a los hijos a hacer los deberes. Después bajaban todos juntos un rato al parque e incluso algunos días le daba tiempo a ir con sus amigos.


El hombre elegante le preguntó si había pensado en dedicar más tiempo a trabajar para conseguir más pescado y con ello más dinerito.



—¿Y para qué? —le preguntó el pescador.



—¡Pues hombre! Podría hacerse con una buena flota de barcos y contratar a gente que trabajara para usted. Delegaría su trabajo en ellos y así tendría tiempo para descansar, estar con la familia, pasear... Buena idea ¿verdad?



—Sí, sí, pero… ¿todo eso cuanto tiempo me llevaría?



—En veinte o veinticinco años lo podría conseguir.



El pescador le dijo que él no necesitaba esperar tanto tiempo porque todo eso ya lo tenía ahora.



FIN

DÍA 29

"Covid'19", Francisco Jurado Granero.

Los delfines remontan las calles de Venecia.
En Linfen, la ciudad más contaminada del mundo,
inauguran de nuevo el paisaje
y los chinos se quitan las molestas mascarillas
después de años respirando veneno.

Cuánta belleza existió en aquel infortunio
de avenidas desiertas y calles desterradas.

Los aviones no volaron y fabricaron un cielo
despejado, con un pronóstico de escasa contaminación.
Los diarios narraban que en Nueva York
los vagones del metro se quedaron vacíos,
que la quinta avenida se paró, en seco un día.
Y que abril fue el mes más lluvioso
de las últimas décadas.

Ahora hace cien años de todo eso.
Principios del los veinte del siglo XXI.
La tierra se rompió para volverse limpia.
Se sublevó la naturaleza ferozmente
ante la ingratitud
de sus sordos y ávaros inquilinos.
Los gobiernos se dieron con el cristal en la frente.
las especies tomaron las calles, los bosques y las playas.
Se desplomaron todas las bolsas,
y el mundo, aunque siguió girando, se detuvo en seco,
tiritando de miedo.

No queda nadie ya
que hable de aquella historia.
Mi abuelo me contó hace mil años
y hace mil años que murió
que aquello no sirvió, ni le sirvió para nada,
más que para tomar conciencia de algunas cosas básicas
como el paso del tiempo, el conflicto entre la vida y la muerte
y darse cuenta, en síntesis,
qué fue el amor.



DÍA 28

“120 escalones”, de Ricardo Romero

Fragmento

"(De la planta baja a la terraza del edificio en que vivo, hay 120 escalones. Subo y bajo tres veces todos los días. Busco el paso, la respiración, más que un estado físico, una estadía física. Como con estos textos.)

1
Y de pronto, en la perspectiva de estos días donde la irrealidad de nuestras cotidianeidades se resquebraja para mostrar la realidad de los detalles (las partes, las fracciones son ciertas, no el todo: el todo es apenas el relato que necesitamos, la ley de gravedad que impide que nuestro universo prescinda de nosotros), de pronto, entonces, descubrimos que tender una cama, encender una hornalla, regular la temperatura del agua en la ducha, nos son tareas inocuas. El tiempo se vuelve visible. Y el tiempo que se ve es destiempo: una media de algodón puesta al revés, con todas las hilachas expuestas.



2

Dan vueltas y vueltas por las habitaciones, entre el fastidio y la algarabía. Nadie lo saber mejor que lxs chicxs de cinco o seis años: la dirección que le atribuimos al tiempo es la flecha que apunta al corazón de nuestro miedo.

3

De todas maneras no hay que dramatizar, no es necesario. ¿Tenemos que elegir todos los días qué ropa ponernos? ¿Qué criterio utilizamos para hacerlo? Me pongo una remera roja porque hace juego con el sillón del living en el que voy a sentarme a leer. Me camuflo. ¿Hay algo superficial en eso que podemos descartar? ¿Es lo superficial lo que tenemos que descartar o el sentido que queremos adjudicarle cueste lo que cueste? Contemplo el placard abierto. Cuando miro adentro del placard, el placard mira adentro mío.

4

Tarde de domingo. Las superficies conspiran. La prueba es este ruido de helicópteros que es como si el silencio tuviera un tornillo flojo, esas sirenas que se acercan y no llegan nunca, que se alejan sin irse del todo. ¿Tengo que alinearme, tengo que tratar de pasar desapercibido, como diría Girondo, entre los muebles y las sombras? El pensamiento es el pulso que me delata. El tornillo flojo del silencio que me habita, las sirenas que rodean el accidente que soy sin abordarlo nunca. Este accidente. Este improbable acontecimiento. Eso es lo que tengo que recordar. Que soy improbable.

5

Ir a hacer las compras suele ser un momento perdido del día. Hoy, en cambio, parado en la vereda a un metro del que me precedía y a uno del que me seguía, bajo un sol fuerte, lo sentí como un momento ganado. El impulso se presentó sin que yo lo estuviera esperando. Algo activo, tonificante: las ganas de leer. Hubiese sido el mejor momento del día para hacerlo. No tenía el libro conmigo, pero eso me llevó a pensar en todos los que estábamos haciendo la cola. De pronto me imaginé filas de lectores, de gente concentrada estudiando matemáticas, aprendiendo a hacer un horno de barro o anotando en los bordes de un manual los puntos claves y transversales que le permitirán entender una lengua que desconoce. Un metro hacia adelante, un metro hacia atrás. Un sol fuerte. No podemos concentrarnos en nuestras casas y entonces salimos a comprar un limón, cien gramos de mortadela, un jabón de glicerina y, amparados por esa espera, esa futura e ínfima transacción, nos ensimismamos. Somos improbables.

6

Ensimismarse. En este aislamiento el "sí mismo" es más difícil de encontrar. No tenemos referencias que nos permitan ver con relativa claridad dónde empezamos y dónde terminamos. Qué somos y qué no. No quiero esconderme entre mis reliquias. En estos días la ansiedad espesa el aire y flotamos en él. Y la ansiedad es una apropiación innecesaria del mundo.

7

Libro de lomo rojo, libro de lomo azul, gato de bronce de veinte centímetros, otro gato de bronce que parece más bajo porque tiene la cabeza inclinada (y entonces no solo parece más bajo, sino más cercano al movimiento, como si acechara la posibilidad), lámpara, anteojos que no son los que tengo puestos. Libro, libro, gato, gato, lámpara, anteojos, Ricardo. Sustantivar es un ejercicio aeróbico. Es, también, un acto de fe.

8

La terraza. Subo dos o tres veces al día. A veces solo para leer o hacer un simulacro de ejercicios, a veces con Victoria, el perro y una pelotita verde. Subo para colgar la ropa y descolgarla. A veces me cruzo con algún vecino y charlamos sobre los temas inevitables. Ayer éramos varios y en medio de la conversación, de esas conversaciones en que nadie participa del todo, mientras cada uno miraba el perro ajeno o esas enigmáticas Adidas que cuelgan de la soga desde hace cuatro días, me di cuenta de que buscaba algo. Me había acercado al muro del borde de la terraza que debe tener poco más de metro y medio. El cuerpo del edificio es interno y está en el centro de la manzana, por lo que tengo que adivinar el trazado de las calles por los árboles. Solo puedo ver un tramo de Brasil a través de la explanada de un estacionamiento al aire libre. Y hacia ahí miraba, porque no hay que subestimar lo que las calles hacen a nuestro ánimo. Pasó un ciclista. ¿Esperaba eso, que pasara un ciclista? No, no era eso. En el tramo de calle que puedo ver, frente al portal de dos hojas de un edificio de BGH con aire ministerial que tiene todas las persianas bajas, hay un farol del alumbrado público. Estaba encendido. Al verlo me di cuenta qué era lo que había buscado al asomarme. Era la hora del atardecer y había querido ver el momento en que esa luz se encendía. ¿En qué estaba pensando cuando sucedió? No lo puedo recordar, solo me vienen frases sueltas dichas por los vecinos, por Victoria o por mí. Aunque la estaba mirando, la luz se encendió sin que me diera cuenta. Levanté la vista y contemplé la secuencia de casas y edificios que se abren en una larga perspectiva. Primero una, después dos, tres, diez, veinticinco. Luces en las ventanas. Tercer piso, quinto piso, décimo piso, segundo piso. Cocinas, dormitorios, livings, baños, escaleras. Algunas se encendían y volvían a apagarse. Había sombras que las atravesaban. El comportamiento de las luces tiene la consistencia de lo que no necesita ser explicado, de lo que parece no necesitar intervención humana: sucede y seguirá sucediendo cuando no estemos, luces encendiéndose, luces apagándose por toda la ciudad. Podemos vaciarnos en ellas (escribo "el comportamiento de las luces" y siento en los dedos una estática que me satisface). Hoy voy a volver a la terraza. Quiero estar atento a la luz de la calle Brasil, quiero ver cuando se encienda. Quiero, también, que las zapatillas Adidas sigan colgando de la soga.

9

Tengo una tarea: limpiar los zócalos en los lugares donde el perro se recuesta. Los lugares son tres, y el perro los transita según la hora del día y nuestra posición en los espacios del departamento. Hay algo coreográfico en su andar, un cortejo de respeto y cariño. Estar en casa no es un problema, es la conciencia de estar en casa lo que enmaraña. Paco me mira desde su rincón del mediodía. Yo me asumo coreográfico y lo miro desde el mío. Estas palabras son mi zócalo.

10

No es necesario que suba a la terraza para vaciarme en el comportamiento de las luces. Ocurre también dentro del departamento. Desde la banqueta del desayuno, con la taza de café en la mano, solo tengo que tener la paciencia necesaria para percibir los cambios de la luz de la mañana que entra por las ventanas de la cocina. No el movimiento. El movimiento es solo el lado visible, la trampa en la que inevitablemente caigo. Lo fascinante de la luz es que tiene vida pero no tiene corazón. No necesita que ninguna emoción la justifique."

DÍA 27

"Un ligero cambio de look", Laura Valentina Largo Delgadillo, 11-02 JM "LFMN"

Querido diario, lamento no haberte escrito, pero la cuarentena me ha arrastrado a la pereza absoluta, cada mañana despierto con dos pequeños seres esponjositos encima de mí; amo a mis perritos pero ya están pesaditos. 

Hoy escuché a mi mamá que con su melodiosa voz me dice desde el primer piso: -¡BAJE A DESAYUNAR QUE SE LE VA A ENFRIAR!, me apresuro a bajar las escaleras y me detengo para admirar mi cabello que está creciendo libre y alborotado; entonces me decido: -¡hoy voy a raparme!, así puedo aprovechar el encierro para que vuelva a crecer. 

Me arreglo ágilmente y me dirijo a la peluquería que ahora sólo atiende a una persona a la vez. Ahí estaba yo, sola, frente a una rasuradora, lista para todo; fue bastante rápido y debo admitir que estaba muy nerviosa, al verme solo pensé: ¿QUÉ HE HECHO?.


Pero con el pasar del tiempo me he ido acostumbrando, la sensación al tocar mi cabello es un relajante natural, lavarse la cabeza nunca fue tan rápido y peinarse tan práctico. Muchos me dicen: “estás loca” y tal vez así sea, aunque solo puedo decir, que a esta loca le gusta su rapado.

DÍA 26

"Poema", Tania Ganitsky

El mundo va a acabarse antes que la poesía
y habrá nombres para diferenciar el olvido de la fauna
del olvido de la flora.
La palabra esqueleto solo se referirá a los restos humanos
porque habrá una forma particular
de describir el conjunto de huesos
de cada especie extinta.
Habrá un nombre para designar la última chispa de fuego,
un nombre primitivo como el del maíz
y otro para la transparencia del río
que muchos se habrán lanzado a atrapar
al confundirla con sus almas.
Las crías nacidas ese día no se tendrán en cuenta,
pero la palabra parto sustituirá la palabra ironía que ya habrá sustituido
la palabra tristeza.
Y habrá un léxico de adioses,
porque se dirán de tantas formas
que llenarán un libro entero, que es lo que quedará del amor,
de la literatura.
El mundo va a acabarse antes que la poesía
y la poesía continuará afirmando su devoción a lo perdido.

DÍA 25

"Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos", Emmanuel Carrère.

Fragmento

"1. BERKELEY 

El 16 de diciembre de 1928, en Chicago, Dorothy Kindred Dick dio a luz a una pareja de mellizos prematuros nacidos con seis semanas de antelación y muy flacuchos los dos. Los llamaron Philip y Jane. Dicen que por ignorancia, porque la madre no tenía suficiente leche para alimentarlos y porque nadie, familiar o médico, le aconsejó el uso del biberón para completar la dieta, Dorothy dejó que los bebés pasaran hambre las primeras semanas de vida. Jane murió el 26 de enero. 

La enterraron en el cementerio de Fort Morgan, en Colorado, de donde era originaria su familia paterna. Junto a su nombre, en la lápida, grabaron el nombre de su hermano, con la fecha de nacimiento, un guión y un espacio en blanco. Poco después los Dick partieron rumbo a California. 

En las raras fotos de familia, Edgar Dick aparece con la cara afilada, un traje cruzado y un sombrero como el de los agentes del FBI en las películas sobre la Prohibición. Era en realidad un funcionario federal, pero del Departamento de Agricultura. Su misión consistía en controlar que el ganado hubiera sido sacrificado tal como declaraban los ganaderos, y, en caso contrario, debía encargarse él mismo de hacerlo; se daba una prima por cada animal muerto, y se cometían fraudes. Recorría al volante de su Buick los campos diezmados por la Depresión, entre gentes maltrechas y recelosas, capaces de agitar rencorosamente en las narices de un inspector la rata que asaban en un brasero improvisado. Su único consuelo durante esos viajes era encontrarse con excombatientes como él. Enrolado como voluntario, de la guerra en Europa conservaba unos recuerdos heroicos, un grado de sargento y una máscara antigás que un día sacó de su estuche para jugar con su hijo de tres años. Pero a Phil no le hizo ninguna gracia. Al ver esas cavidades redondas y huecas y esa trompa de goma negra que colgaba siniestramente, dio un grito de terror creyendo que su padre se había transformado en un monstruo o un insecto gigante. Pasó varias semanas escudriñando la cara que se había vuelto normal, buscando y temiendo encontrar otras secuelas de la transformación. Los mimos aumentaban su desconfianza. Tras ese incidente desafortunado, Dorothy, que tenía ideas muy claras sobre la educación de los niños, levantaba los ojos al cielo y suspiraba furiosamente cada vez que se cruzaba con la mirada avergonzada de Edgar. 

Cuando se casaron, después de que él regresara del frente, decían que ella se parecía a Greta Garbo. Los años y una serie de enfermedades la habían transformado en un esperpento desprovisto de toda sensualidad, aunque no de cierta seducción autoritaria. Devoradora de libros, dividía a la humanidad en dos grupos: los que se consagran a una actividad creativa y los que no. Incapaz de concebir que existieran personas de valor fuera de la primera categoría, su vida transcurrió en una suerte de bovarismo puritano, rigurosamente intelectual, sin que nunca llegara a formar parte de ese círculo de elegidos que representaban para ella los autores publicados. Despreciaba a su marido, quien, aparte de temas militares, solo se interesaba por el fútbol. Él intentó iniciar a Phil en su pasión llevándolo al estadio a escondidas de su madre; pero el niño, solidario con ella aun cuando se jactaba de desobedecerla, se negaba a entender por qué los adultos disfrutaban alrededor de un balón ridículo. 

Su infancia se parece a la de Luzhin de Nabokov o a la de Glenn Gould, su contemporáneo y en ciertos aspectos su hermano espiritual: niños regordetes y taciturnos a los que se hace campeones de ajedrez o pianistas prodigiosos. Se loaba su calma, su gusto precoz por la música. Su mayor placer era esconderse en viejas cajas de cartón y pasar allí largas horas en silencio. 

Tenía cinco años cuando sus padres se divorciaron, por iniciativa de Dorothy, quien obtuvo de un psiquiatra la confirmación de que su hijo no sufriría por la separación (se quejaría de ella durante toda su vida). Edgar no quería romper completamente, pero sus primeras visitas fueron recibidas tan fríamente que se desanimó y se marchó a Nevada. Dorothy se instaló con su hijo en Washington, con la esperanza de encontrar un trabajo más interesante y mejor pagado que el de secretaria. 

Pasaron allí tres años horribles. Phil era muy pequeño cuando vivían en Chicago, y de la Costa Oeste solo recordaba la bendición de su clima, descubriendo ahora con doloroso estupor la lluvia, el frío, la pobreza y la soledad. Su madre trabajaba todo el día en la Oficina Federal de la Infancia, corrigiendo pruebas de manuales pedagógicos. Al regresar de la escuela cuáquera en la que lo habían matriculado, y en la que los alumnos formaban un círculo invocando al Espíritu Santo para que se decidiera a hablar, Phil la esperaba durante horas y horas en la soledad de aquel apartamento triste y sombrío. Como volvía muy tarde y demasiado cansada para contarle cuentos, tenía que contarse a sí mismo los que ya conocía. Su cuento preferido era el de los tres deseos que un hada concede a una pareja de campesinos. «¡Quisiera una espléndida salchicha!», exclama la mujer. Y la salchicha aparecía ante sus ojos, provocando la ira del marido: «¿Estás loca? Derrochar así uno de los deseos. ¡Ojalá la salchicha cuelgue para siempre de tu nariz!» Y he aquí la salchicha que cuelga de la nariz de la mujer, de la que solo el tercer deseo podrá liberarla. A partir de ese modelo, el niño imaginó infinitas variantes. Después aprendió a leer y descubrió Winnie the Pooh. Más tarde, una versión simplificada de Quo Vadis? lo deslumbró. A través de la gracia del relato, todo lo que le enseñaban en la escuela cuáquera cobraba vida. Su madre nunca supo que durante todo el invierno jugó a solas, sin decírselo a nadie, a ser uno de los primeros cristianos escondidos en las catacumbas.


En 1938, Dorothy consiguió un puesto en la Oficina Forestal de California, en el campus de Berkeley. Tras el exilio en Washington, madre e hijo volvían a respirar. Se sentían en casa y a la vez en el centro del mundo, como cualquiera que viviera en Berkeley más de una semana. Una vez allí, parecía como si no existiera otro lugar en la tierra. Feminista, pacifista, apasionada de la cultura y de las ideas nuevas, Dorothy alcanzaba su plenitud en aquel enclave donde uno podía ser a la vez funcionario y sufragista sin ofender a nadie. Phil, por su parte, amaba los destellos de la bahía, los prados, el arroyuelo del campus –donde los niños de la ciudad jugaban en plena libertad– y el tiovivo de Sather Tower, que derramaba sobre los techos su tintineo a la vez apacible y alegre, como recompensando las horas que transcurrían tan fructuosamente. La escuela le gustaba menos, pero sufría crisis de asma y taquicardia que con frecuencia lo obligaban a faltar y, aun cuando no estaba enfermo, Dorothy encubría con complacencia sus ausencias dejando que se quedara a jugar en casa. En el fondo le hacía feliz que el niño se pareciera tan poco a su padre, que desdeñara los deportes, el alboroto y todas esas burradas colectivas aptas solamente para formar a esos mentecatos de norteamericanos medios. Era evidente que estaba de su parte, del lado de los artistas, de los albatros a los que sus alas de gigante les impiden caminar.



A los doce años le gustaba ya lo que habría de gustarle toda su vida: escuchar música, leer y escribir a máquina. Pedía a su madre que le regalara discos de música clásica, al comienzo los de 78 revoluciones, y cultivó el talento, del que tanto el uno como el otro se sentían no poco orgullosos, de identificar al cabo de www.elboomeran.com/ algunas notas cualquier ópera, sinfonía o concierto que tocaran o incluso tararearan delante de él. Coleccionaba revistas ilustradas en las que, con el pretexto de la divulgación científica, se hablaba de continentes sumergidos, de pirámides malditas y naves misteriosamente desaparecidas en el mar de los Sargazos. Dichas revistas tenían como título sugestivos epítetos: Astounding, Amazing, Unknown... Pero también leía los relatos de Edgar Poe y de H. P. Lovecraft, el ermitaño de Providence cuyos personajes afrontaban abominaciones tan monstruosas que no lograban describirlas.



Pronto empezó a imitar esos modelos. En Washington había garabateado ya unos cuantos poemas lúgubres que evocaban un gato devorando a un pájaro vivo, una hormiga arrastrando la carcasa de un abejorro, una familia desconsolada enterrando a un perro ciego. La dactilografía liberó su inspiración. Tan pronto como tuvo una máquina de escribir, se convirtió en un virtuoso: nadie, según la opinión de los que lo conocieron, podía escribir tan rápido y durante tanto tiempo; parecía como si las teclas salieran al encuentro de sus dedos. En diez días terminó su primera novela, una continuación de los Viajes de Gulliver cuyo manuscrito se perdió. Sus primeros textos publicados, unos cuentos macabros inspirados en Poe, aparecieron bajo la rúbrica de «Jóvenes talentos» en la Berkeley Gazette. El responsable literario de la revista, que firmaba «tía Flo» y defendía el realismo (la línea Chéjov-Nathanael West), lo exhortaba a escribir sobre lo que conocía, la vida de todos los días, los pequeños detalles verdaderos, a controlar su imaginación. Considerándose incomprendido, Phil fundó su propia revista, de la que era el único redactor. Sé que no suscitaré más que una aprobación distraída calificando de premonitorios el nombre de la revista –The Truth–, la petición de principio que abría su único número: «Prometemos escribir aquí aquello que, sin la más mínima duda, es la verdad», y el hecho de que aquella intransigente verdad adoptara la forma de aventuras intergalácticas, fruto de la imaginación de una pluma de trece años."


DÍA 24

Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer caso de una «ceguera blanca» que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio. Ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron».

"Ensayo sobre la Ceguera", José Saramago

Fragmento

"Los ciegos avanzaron como arcángeles envueltos en su propio resplandor, se lanzaron contra el obstáculo con los hierros en alto, como habían sido instruidos, pero las camas no se movieron, cierto es que las fuerzas de estos fuertes apenas superarían las de los débiles que venían detrás, que apenas podían ya con las lanzas, como alguien que llevó una cruz a cuestas y ahora tiene que esperar que lo suban a ella. El silencio había acabado, gritaban los de fuera, comenzaron los de dentro a gritar, probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué, queremos decirles que se callen y acabamos gritando nosotros también, sólo nos falta ser ciegos, pero ya llegará. En esto estaban, unos gritando porque atacaban, otros gritando porque se defendían, cuando los del lado de fuera, desesperados por no haber podido apartar las camas, soltaron los hierros que cayeron en el suelo de cualquier manera, y, todos a una, al menos aquellos que consiguieron meterse en el espacio del vano de la puerta, y los que no cupieron hacían fuerza contra los de delante, se pusieron a empujar, a empujar, a empujar, parecía que iban a conseguir la victoria, las camas se habían movido ya un poquitito, cuando de repente, sin previo aviso o amenaza se oyeron tres disparos, era el ciego contable haciendo puntería baja. Dos de los atacantes cayeron heridos, los otros retrocedieron precipitadamente, atropellándose, tropezando con los hierros y cayendo, como locas las paredes del corredor multiplicaban los gritos, también gritaban en las otras salas. La oscuridad era ahora completa, no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois, pero no parecía propio, a los heridos hay que tratarlos con respeto y consideración, acercarse a ellos caritativamente, posarles la mano en la frente, salvo si fue ahí donde la bala, por una desgraciada casualidad, les alcanzó, después preguntarles en voz baja cómo se encuentran, decirles que no es nada, que ya vienen los camilleros, y en fin, darles agua, pero sólo si no han sido heridos en el vientre, como expresamente se recomienda en el manual de primeros socorros. Qué hacemos ahora, preguntó la mujer del médico, hay dos caídos en el suelo. Nadie le preguntó cómo sabía ella que eran dos, los disparos fueron tres, sin contar con el efecto de los rebotes, si los hubo. Tenemos que ir a buscarlos, dijo el médico. El peligro es grande, observó hundido el viejo de la venda negra, que había visto cómo su táctica acababa en desastre, si se dan cuenta de que hay gente volverán a disparar, hizo una pausa y añadió suspirando, Pero tenemos que ir, yo, por mí, estoy dispuesto, También yo voy, dijo la mujer del médico, el peligro será menor si nos acercamos a rastras, lo que necesitamos es dar con ellos pronto, antes de que los de dentro tengan tiempo de reaccionar, Yo voy también, dijo la mujer que el otro día había dicho A donde tú vayas iré yo, de entre tantos no hubo nadie a quien se le ocurriera decir que era facilísimo averiguar quiénes eran los heridos, cuidado, heridos o muertos, que esto aún no se sabe, bastaba con que todos fuesen diciendo, Yo voy, yo no voy, los que se hubieran quedado callados eran los tales.



Empezaron pues a arrastrarse los cuatro voluntarios, las dos mujeres en el centro, un hombre a cada lado, no lo hicieron por cortesía masculina o por un instinto caballeresco de protección a las damas, sino porque la cosa salió así, la verdad es que todo va a depender del ángulo de tiro, si el ciego contable dispara otra vez. En fin, tal vez no ocurra, nada, el viejo de la venda negra tuvo una idea antes de ponerse en marcha, una idea mejor que la primera, que los que queden empiecen a hablar muy alto, incluso a gritar, que además razones no les faltan, para cubrir el inevitable ruido de ir y volver, y también el que por medio hubiese, cualquier cosa puede ocurrir, sabe Dios qué. En pocos minutos llegaron los socorristas a su destino, lo supieron cuando aún no habían tocado los cuerpos, la sangre sobre la que se iban arrastrando era como un mensajero que les decía, Yo era la vida, tras de mí ya no hay nada, Dios santo, pensó la mujer del médico, cuánta sangre, y era verdad, un charco, las manos y las ropas se pegaban al suelo como si las tablas y las losas estuvieran cubiertas de visco. La mujer del médico se alzó sobre los codos y siguió avanzando, los otros habían hecho lo mismo. Tendiendo los brazos, alcanzaron al fin los cuerpos. Los compañeros seguían detrás haciendo todo el ruido que podían, eran ahora como plañideras en trance. Las manos de la mujer del médico y del viejo de la venda negra se aferraron a los tobillos de uno de los caídos, a su vez el médico y la otra mujer habían agarrado un brazo y una pierna del segundo, se trataba ahora de tirar de ellos, de salir rápidamente de la línea de fuego. No era fácil, para eso necesitarían levantarse un poco, ponerse a gatas, era la única forma de seguir utilizando con eficacia las pocas fuerzas que aún les quedaban. La bala partió, pero esta vez no alcanzó a nadie. El miedo fulminante no les hizo huir, al contrario, les dio la porción de energía que les faltaba. Un instante después estaban ya a salvo, se habían acercado lo más posible a la pared del lado de la puerta de la sala, sólo un tiro muy sesgado tendría posibilidad de alcanzarlos, pero era dudoso que el ciego contable fuese perito en balística, incluso de la más elemental. Intentaron levantar los cuerpos pero desistieron. Lo único que podían hacer era arrastrarlos, con ellos venía, ya medio seca, como traída por una rasera, la sangre derramada, y otra, fresca aún, que seguía manando de las heridas. Quiénes son, preguntaron los que estaban esperando, Cómo lo vamos a saber, si no vemos, dijo el viejo de la venda negra, No podemos seguir aquí, dijo alguien, Si deciden hacer una salida, vamos a tener mucho más que dos heridos, dijo otro, O muertos, dijo el médico, a éstos no les noto el pulso. Cargaron con los cuerpos a lo largo del corredor como un ejército en retirada, en el zaguán hicieron alto, se diría que habían resuelto acampar allí, pero la verdad de los hechos es otra, lo que ocurrió es que se quedaron sin fuerzas, aquí me quedo, no puedo más. Es hora de reconocer que parecerá sorprendente que los ciegos malvados, antes tan prepotentes y agresivos, tan fácilmente y con tanto gusto brutales, ahora no hagan más que defenderse, levantando barricadas y disparando desde dentro a mansalva como si tuvieran miedo a la lucha en campo abierto, cara a cara, los ojos en los ojos. Como todas las cosas de la vida, también ésta tiene su explicación, y es que después de la trágica muerte del primer jefe se había relajado en la sala el espíritu de disciplina y el sentido de la obediencia, el gran error del ciego contable fue creer que bastaba apoderarse de la pistola para detentar el poder en el bolsillo, cuando el resultado fue precisamente el contrario, cada vez que hace fuego le sale el tiro por la culata, dicho con otras palabras, cada bala disparada es una fracción de autoridad que pierde, a ver qué acontece cuando la munición se le acabe. Así como el hábito no hace al monje, tampoco el cetro hace al rey, es ésta una verdad que conviene no olvidar. Y si es cierto que el cetro real lo empuña ahora él ciego contable, hay que decir que el rey, pese a estar muerto, pese a estar enterrado en la propia sala, y mal, apenas a tres palmos del suelo, sigue siendo recordado, al menos se nota por el hedor su fortísima presencia. Entretanto ha nacido la luna. Por la puerta del zaguán que da a la cerca exterior entra una difusa claridad que va creciendo poco a poco, los cuerpos que están en el suelo, muertos dos de ellos, los otros aún vivos, van lentamente ganando volumen, dibujo, rasgos, facciones, todo el peso de un horror sin nombre, entonces la mujer del médico comprendió que no tenía ningún sentido, si es que lo había tenido alguna vez, seguir fingiendo que está ciega, está visto que aquí nadie puede salvarse, la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza. Podía, pues, decir quiénes eran los muertos, éste es el dependiente de farmacia, éste es aquel que dijo que los ciegos dispararían al buen tuntún, ambos tuvieron razón en cierto modo, y si me preguntan cómo lo sé, la respuesta es sencilla, Veo. Algunos de los congregados ya lo sabían y se habían callado, otros andaban desde hacía tiempo con sospechas y ahora las veían confirmadas, inesperada fue la indiferencia de los restantes, y, con todo, pensándolo mejor, tal vez no debamos sorprendernos, en otra ocasión el descubrimiento habría sido causa de inmenso alborozo, de una desenfrenada conmoción, qué suerte la tuya, cómo conseguiste escapar del universal desastre, cómo se llaman las gotas que te pones en los ojos, dame la dirección de tu médico, ayúdame a salir de esta prisión, pero ahora da lo mismo, en la muerte la ceguera es igual para todos. Lo que no pueden hacer es seguir allí, sin defensa de ningún tipo, hasta los hierros de las camas se quedaron atrás, los puños de nada servirían. Orientados por la mujer del médico, arrastraron los cadáveres hacia el rellano exterior y allí los dejaron, a la luna, bajo el albor lechoso del astro, blancos por fuera, negros al fin por dentro. Volvamos a las salas, dijo el viejo de la venda negra, ya veremos más tarde lo que se puede hacer. Lo dijo, y fueron palabras locas a las que nadie hizo caso. No se dividieron en grupos de origen, se fueron encontrando y reconociendo por el camino, unos al lado izquierdo, otros al derecho, vinieron juntas hasta aquí la mujer del médico y aquella que había dicho A donde tú vayas, iré yo, no era ésta la idea que llevaba ahora en la cabeza, muy al contrario, pero no quiso hablar de ella, no siempre se cumplen los juramentos, unas veces por flaqueza, otras por causa de una fuerza superior con la que uno no había contado.



Pasó una hora, se alzó la luna, el hambre y el temor alejan el sueño, nadie duerme en las salas. Pero no son ésos los únicos motivos. Sea por causa de la excitación de la reciente de la batalla, aunque tan desastradamente perdida, o por algo indefinible que flota en el aire, los ciegos están inquietos. Nadie se atreve a salir a los corredores, pero el interior de cada sala es como una colmena sólo poblada de zánganos, bichos zumbadores que, como se sabe, son poco dados al orden y al método, no hay registro de que alguna vez hayan hecho algo por la vida o de que se hayan preocupado mínimamente por el futuro, aunque en el caso de los ciegos, desgraciada gente, sería injusto acusarlos de aprovechados o chupones, aprovechados de qué migaja, chupones de qué líquido, hay que tener cuidado con las comparaciones, no vayan a ser livianas. Con todo, no hay regla sin excepción, y ésta no falta aquí, en la persona de una mujer que, apenas entró en la sala, la segunda del lado derecho, empezó a rebuscar en sus trapos hasta encontrar un pequeño objeto que apretó en la palma de la mano como si quisiera esconderlo de la vista de los otros, los viejos hábitos son difíciles de olvidar, incluso en el momento en que los creíamos todos perdidos. Aquí, donde debería haber sido uno para todos y todos para uno, hemos podido ver con qué crueldad quitaron los fuertes el pan de la boca de los débiles, y ahora esta mujer, recordando que tenía un encendedor en el bolso, si es que en tanto desconcierto no lo había perdido, fue ansiosamente a buscarlo y celosamente lo oculta como si fuese condición de su propia supervivencia, no piensa que tal vez alguno de estos sus compañeros de infortunio tenga por ahí un último pitillo que no puede fumar por faltarle la mínima llama necesaria. Ni estaría ya a tiempo de pedir fuego. La mujer ha salido sin decir palabra, ni adiós ni hasta luego, va por el corredor desierto, pasa rozando la puerta de la sala primera, nadie de dentro se ha dado cuenta de su paso, cruza el zaguán, la luna descendente trazó y pintó un tanque de leche en las losas del suelo, ahora la mujer está en el otro lado, otra vez un corredor, su destino está al fondo, en línea recta, no engañaría a nadie. Además, oye unas voces que la llaman, manera figurada de decir, lo que llega a sus oídos es la algazara de los malvados de la última sala, están festejando la victoria comiendo por todo lo alto y bebiendo de lo fino, perdonen la exageración intencionada, no olvidemos que en la vida todo es relativo, comen y beben simplemente de lo que hay, y viva la suerte, ya les gustaría a los otros meter el diente, pero no pueden, entre ellos y el plato hay una barricada de ocho camas y una pistola cargada. La mujer está de rodillas en la entrada de la sala, junto a las camas, tira lentamente de los cobertores hacia fuera, luego se levanta, hace lo mismo en la cama que está encima, y en la tercera, a la cuarta no le llega el brazo, no importa, la mecha está ya preparada, sólo falta prenderle fuego. Aún recuerda cómo tendrá que regular el mechero para sacarle una llama grande, ya la tiene, un pequeño puñal de fuego vibrante como la punta de unas tijeras. Empieza por la cama de arriba, la llama lame trabajosamente la suciedad de los tejidos, prende al fin, ahora en la cama de en medio, ahora la cama de abajo, la mujer sintió el olor de sus propios cabellos chamuscados, tiene que andar con ojo, ella es la que prende la pira, no la que en ella debe morir, oye los gritos de los malvados en el interior, fue en ese momento cuando pensó, Y si tienen agua, si consiguen apagarlo, desesperada se metió debajo de la primera cama, paseó el mechero a todo lo ancho del jergón, aquí, allí, entonces, de repente, las llamas se multiplicaron, se convirtieron en una cortina ardiente, aún pasó entre ellas un chorro de agua y fue a caer sobre la mujer, pero inútilmente, ya era su propio cuerpo el que estaba alimentando la hoguera. Cómo va aquello por dentro, nadie puede arriesgarse a entrar, pero de algo ha de servir la imaginación, el fuego va saltando velozmente de cama en cama, quiere acostarse en todas al mismo tiempo, y lo consigue, los malvados gastaron sin criterio y sin provecho el agua escasa que tenían, intentan ahora alcanzar las ventanas, con difícil equilibrio trepan por las cabeceras de las camas a las que el fuego no ha llegado aún, pero, de pronto, el fuego allí está, y ellos resbalan, caen, y el fuego allí está también, con el calor infernal los cristales estallan, se hacen añicos, el aire fresco entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.



A estas alturas los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo, Fuego, fuego, gritan, y aquí se puede observar en vivo lo mal pensados y organizados que han sido estos ajuntamientos humanos de asilo, hospital y manicomio, véase cómo cada uno de los camastros, por sí solo, con su armazón de hierros picudos, puede convertirse en una trampa mortal, véanse las consecuencias terribles de que haya una sola puerta en cada sala, cuando en ellas viven cuarenta personas, aparte de las que duermen en el suelo, si el fuego llega allí primero y les cierra la salida, no escapa nadie. Por suerte, y como la historia humana tantas veces ha mostrado, no hay cosa mala que no traiga consigo una cosa buena, se habla menos de las cosas malas traídas por las cosas buenas, así andan las contradicciones de nuestro mundo, merecen unas más consideración que otras, en este caso la cosa buena fue, precisamente, que las salas tuvieran una sola puerta, gracias a esto, el fuego que quemó a los malvados se entretuvo allí tanto tiempo, si la confusión no se hace mayor, tal vez no tengamos que lamentar la pérdida de más vidas. Evidentemente, muchos de estos ciegos están siendo pisoteados, empujados, golpeados, son los efectos del pánico, efecto natural podríamos decir, la naturaleza animal es así, también la vegetal se comportaría de esa manera si no tuviera aquellas raíces que la prenden al suelo, qué bonito sería ver los árboles del bosque huyendo del incendio. El refugio del cercado interior fue bien aprovechado por los ciegos que tuvieron la idea de abrir las ventanas de los corredores. Saltaron, tropezaron, cayeron, lloraron y gritaron, pero por ahora están a salvo, mantengamos la esperanza de que al fuego, cuando haga que el tejado se desmorone, y lance por los aires un volcán de llamaradas y tizones ardientes, no se le ocurra propagarse a las copas de los árboles. En el otro lado el miedo es el mismo, a un ciego le basta con oler a humo para imaginar de inmediato que las llamas están a su lado, figúrense lo que ocurre cuando es verdad, en poco tiempo el corredor quedó abarrotado de gente, si no hay quien ponga orden, esto va a acabar en tragedia. En un momento alguien recuerda que la mujer del médico tiene ojos que ven, dónde está, preguntan, que nos diga ella lo que pasa, hacia dónde tenemos que ir, dónde está, estoy aquí, sólo ahora he logrado salir de la sala, la culpa fue del niño estrábico, que nadie conseguía saber dónde se había metido, ahora está aquí, lo agarró con fuerza de la mano, tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara, con la otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro, y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña, que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir. Entre tanto, unos cuantos ciegos de este lado habían seguido el ejemplo de los de la otra ala, saltaron al cercado interior, no pueden ver que la mayor parte del edificio es una hoguera, pero notan en las manos y en la cara el vaho ardiente que de allí viene, por ahora aún aguanta el tejado, las hojas de los árboles se van arrugando lentamente. Entonces alguien gritó, Qué estamos haciendo aquí, por qué no salimos de una vez, la respuesta llegó de este mar de cabezas, sólo precisó cuatro palabras, Ahí están los soldados, pero el viejo de la venda negra dijo, Antes morir de un tiro que quemados, parecía la voz de la experiencia, aunque quizá no haya sido exactamente él quien habló, quizá por su boca ha hablado la mujer del mechero, que no tuvo la suerte de ser alcanzada por la última bala del ciego contable. Dijo entonces la mujer del médico, Déjenme pasar, voy a hablar con los soldados, no van a dejarnos morir así, los soldados también tienen sentimientos. Gracias a la esperanza de que los soldados tuviesen sentimientos, pudo abrirse en la apretura un estrecho canal, por el que avanzó la mujer del médico con dificultad llevando a los suyos detrás. El humo le tapaba la visión, en poco tiempo estaría tan ciega como los otros. En el zaguán apenas se podía ver nada. Las puertas que daban a la cerca habían sido destrozadas, los ciegos que se refugiaron allí, dándose cuenta de que aquel sitio no era seguro, querían salir, empujaban, pero los del otro lado resistían, hacían toda la fuerza que podían, todavía en ellos era más fuerte el miedo de aparecer a la vista de los soldados, pero cuando cedieran las fuerzas, cuando el fuego se aproximase, el viejo de la venda negra tenía razón, es preferible morir de un tiro. No fue preciso esperar tanto, la mujer del médico consiguió al fin salir al rellano, prácticamente llegó medio desnuda, por tener ambas manos ocupadas no se había podido defender de los que querían unirse al pequeño grupo que avanzaba, coger, por así decirlo, el tren en marcha, los soldados iban a abrir unos ojos como platos cuando apareciera ella con los pechos casi al aire. Ya no era la luz de la luna lo que iluminaba el espacio vacío que iba hasta el portón, sino la claridad violenta del incendio. La mujer del médico gritó, Por favor, por vuestras madres, dejadnos salir, no disparéis, Nadie respondió desde el otro lado. El proyector seguía apagado, nada se movía. Aún con miedo, la mujer del médico bajó dos peldaños, Qué pasa, preguntó el marido, pero ella no respondió, no podía creerlo. Bajó los restantes peldaños, caminó en dirección al portón, arrastrando siempre tras ella al niño estrábico, al marido y compañía, ya no había dudas, los soldados se habían ido, o se los llevaron, ciegos ellos también, ciegos todos al fin.



Entonces, para simplificar, ocurrió todo al mismo tiempo, la mujer del médico anunció a gritos que estaban libres, el tejado del ala izquierda se vino abajo con horrible estruendo, dispersando llamaradas por todas partes, los ciegos se precipitaron hacia la tapia gritando, algunos no lo consiguieron, se quedaron dentro, aplastados contra las paredes, otros fueron pisoteados hasta convertirse en una masa informe y sanguinolenta, el fuego que se extendía rápidamente, hará ceniza de todo esto. El portón está abierto de par en par. Los locos salen.



Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar. Apostados ante el edificio, que arde de un extremo al otro, los ciegos sienten en la cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como algo que en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes, prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados, como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida, porque de antemano saben que no habrá pastor para buscarlos. El fuego va decreciendo lentamente, la luna ilumina otra vez, los ciegos comienzan a inquietarse, no pueden continuar allí, Eternamente, dijo uno. Alguien preguntó si era de día o de noche, la razón de aquella incongruente curiosidad se supo enseguida, Quién sabe si nos traerán comida, puede que hubiera una confusión, un retraso, otras veces pasó, Pero aquí no hay soldados, Eso no tiene nada que ver, puede que se hayan ido porque ya no son necesarios, No entiendo, Por ejemplo, porque se ha acabado la epidemia, O porque se ha descubierto el remedio para nuestra enfermedad, No estaría mal eso, Qué hacemos, Yo me quedo aquí hasta que se haga de día, Y cómo vas a saber tú cuándo es de día, Por el sol, por el calor del sol, Eso si no está el cielo cubierto, Alguna vez será de día, después de tantas horas. Agotados, muchos ciegos se habían sentado en el suelo, otros, aún más debilitados, simplemente se dejaron caer, unos cuantos se habían desmayado, es probable que el fresco de la noche los haga volver en sí, pero podemos tener por seguro que a la hora de levantar el campamento no se pondrán en pie algunos de estos míseros, habían aguantado hasta aquí, son como aquel corredor de maratón que se derrumbó tres metros antes de la meta, a fin de cuentas lo que está claro es que todas las vidas acaban antes de tiempo. Se sentaron también, o se tumbaron, los ciegos que todavía esperan a los soldados, o a otros que lleguen en vez de ellos, la Cruz Roja, por ejemplo, con la comida y los otros confortos que la vida necesita, el desengaño para éstos llegará un poco después, es la única diferencia. Y si alguien creyó que se ha descubierto cura para nuestra ceguera, no por eso parece más contento."

DÍA 23

“Y quién sabe amor lo que pasará”, de Osvaldo Santoro.



Es posible que no nos veamos más, me dijo limpiando frenéticamente sus zapatillas en un trapo de piso embebido en lejía. Entró, dejó sus llaves sobre la mesa ratona, sus lentes, la receta del médico y las tarjetas de pago.



Se descalzó y comenzó a desnudarse frente a mí, sin mirarme. Conservaba todavía a pesar de los años, la posibilidad de imprimir al despojo de la ropa, el aire del strip tease. A medida que sus prendas iban cayendo una a una en un fuentón verde, su voz de pronto se hizo tan grave como una gárgara y me dijo antes de sacarse el barbijo: Todo es demasiado.



Luego se alejó hacia el baño, dejándome ver su cuerpo que parecía de una persona sin edad porque todavía cargaba en su interior, el remanente de su intensa sensualidad.



Cuando cerré la puerta de entrada, aún entreabierta, alcancé a ver en la calle silenciosa y vacía a un grupo de cuatro perros que acorralaban a una pequeña perrita desconcertada que alcanzó a mirarme como preguntándome, qué había hecho para semejante persecución.



Casi como un sopapo de pronto sentí mi vida darse vuelta como un guante infectado.



Tomé el fuentón, lo rocié con alcohol disuelto en agua y llevando la ropa al lavadero pude advertir que el cielo ya no estaba tan azul como esta mañana.



Mientras preparaba la mesa del almuerzo, en mi cabeza los pensamientos bullían uno a uno como burbujas en agua hirviendo. A veces las últimas palabras que suenan, quedan flotando en el aire simulando globos de historieta estallando en preguntas sin respuestas. Es posible que no nos veamos más.



Con el fondo del ruido del agua de la ducha lo escuchaba cantar una vieja canción de Gilbert Becaud que decía: “Cuando salga el sol me verás marchar, sin decir adiós, ni mirar atrás”. Era una de las primeras canciones que escuchamos juntos cuando la vida no estaba contaminada y la rutina nos protegía de las peripecias que improvisa la peste.



Muchos años compartiendo como en una partida de naipes, alegrías, tristezas, tragedias y triunfos que llegaban a nuestras manos sorpresivamente.



Esa mañana muy temprano, desayunamos en el jardín. El sol era apenas una mancha roja en el oriente. Vimos entonces que el cielo se ponía lentamente más azul que nunca. Que la Luna, Júpiter, Saturno y Marte en hilera perfecta, continuaban en su viaje eterno alrededor del sol. En el pasto, varias calandrias saltaban alegres y desplegaban sus alas como si alguien les hubiese abierto las puertas de una jaula invisible. El sol enfermizo de los primeros días de otoño avanzaba en el cielo borrando los planetas que ya no se alcanzaban a ver. La mañana fue perfecta cuando nos miramos sorprendidos porque habíamos agregado un gesto nuevo a los que conocíamos después de tantos años. Un nuevo gesto de amor.



Sin embargo, sabíamos que fuera de los muros de nuestra casa, la muerte se escondía en los repliegues del miedo. Se trasladaba por el aire con palabras entrecortadas, ininteligibles y sonidos sordos. Expelía su aliento final día a día, sumando soldados a un ejército de cuerpos anónimos, inertes, alineados en el piso.



Creía que estábamos protegidos para toda la vida, sin embargo hoy en ese retorno a la casa luego de la ida al médico, la vulnerabilidad de la situación me llevaba a mis antiguas crisis de ansiedad que hacía mucho tiempo no tenía.



La lluvia de la ducha había cesado pero la letra de la canción como aprendida de memoria hacía poco tiempo, continuaba: Ya llegó el final, entre tú y yo, vamos a olvidar, lo que fue de tu amor.



Se dirigió a la pieza donde tenía preparado el recambio de vestuario pero antes de cerrar la puerta del dormitorio concluyó con la canción que decía: Y quién sabe, amor, lo que pasará. Y quién sabe, amor, lo que pasará.



Y luego silencio, final de canción y silencio.



Y comenzó la tensa espera.



Me descubrí acariciando el mantel, obsesivamente, como hacía mi madre en mi niñez cada vez que mi padre intentaba explicar algo importante y ella no se atrevía a preguntar.



Quizás, pensé, como dice la canción, había llegado el momento de la decisión postergada por años. Secretos no confesados, resoluciones postergadas.



Ya llegó el final, entre tu y yo, vamos a olvidar lo que fue de tu amor. Quizás era eso. Se había terminado el amor y yo no lo sabía. En todo caso sería un mal menor.



Esperé con impaciencia.



Tardó mucho en asomarse en el vano de la puerta de la cocina.



Lentamente se acercó a la mesa, me miró a los ojos, me sirvió una copa de vino, me tomó de la cintura y me besó intensamente.


DÍA 22

"La Montaña Mágica", Thomas Mann 

Fragmento

"La enfermedad era la forma depravada de la vida. ¿Y la vida? ¿No era quizá también una enfermedad infecciosa de la materia, al igual que lo que podía llamarse el génesis original de la materia no era tal vez más que la enfermedad, el reflejo y la proliferación de lo inmaterial?
(...)
Yo no me ataré ni al partido de Naphta ni al de Settembrini... ¡ Singulares pedagogos con su eterno problema de la presencia! La vida o la muerte, la enfermedad o la salud, el espíritu o la naturaleza... ¿Son éstas antinomias? ¿Son siquiera problemas? No, no son problemas. La muerte, con todas sus vergüenzas, está instalada en el corazón de la vida y no habría vida sin ella, y el lugar del horno Dei está entre ambas, a medio camino de la vergüenza y de la razón, lo mismo que el Estado es el término medio entre la comunidad mística y el individualismo acendrado.

(...)
Tal era la imagen que el anciano, durante su vida y después de ella, mostraba a la mirada de sus conciudadanos, y aunque el pequeño Hans Castorp no entendía nada de los asuntos públicos, sus ojos infantiles, de mirada contemplativa, hacían poco más o menos las mismas observaciones -observaciones mudas y, por consiguiente, faltas de crítica, aunque llenas de vida y que más tarde, como recuerdo consciente, conservaron su carácter hostil a todo análisis verbal, siendo tan sólo afirmativo-. Como ya se ha dicho, la simpatía estaba presente, era una afección y afinidad íntima que a veces franquea la barrera de las generaciones. Los niños contemplan para admirar y admiran para aprender y desarrollar lo que llevan por herencia. ".....

DÍA 21

“Los elefantes se emborrachan en cuarentena” Gabriela Cabezón Cámara



Elefantes borrachos
Yacen relajados, culo con culo, con las orejas y las trompas plegadas, las patitas gordas dobladas. Se los ve medio rosados sobre la tierra roja, rodeados de arbustos verdes de té. Sonríen. Parece que hace un rato, con otros doce, se tomaron treinta kilos de vino de maíz. No sé qué es eso, pero parece que pega porque me imagino que no cualquier cosa voltea a catorce elefantes. Mientras freno y acelero lento en la fila del peaje de Hudson pienso en ellos. Es un rato nomás de fila horrible de autos bajo un cielo esplendoroso. Después, pasamos el control sanitario: una fila larga de policías, personal de Vialidad, gendarmes, médico. Todos uniformados. Y los periodistas con sus micrófonos y cámaras y móviles que le habrán caído como langostas al trigo al tipo que manejaba con fiebre que voy a ver más tarde, en un rato, cuando llegue a casa veloz porque hoy, después de que pasamos el cordón sanitario, voy rápido.
En general, siempre, es decir cuando no hay control sanitario, voy más o menos lento por la ruta. Me distraigo fácil. Hoy, por ejemplo, pude ver un ternerito que sería, especulé, recién nacido: tenía las patitas un poco combadas, como si no fueran del todo sólidas, por el esfuerzo nuevo de estar parado ahí en un campo de los que todavía hay al costado de la Ruta 2. Pasamos el control sanitario que estaba justo en el peaje de Hudson. La policía, que apenas pasé la barrera y bajé la ventanilla me saludó con un “buenas tardes, señor, eh, disculpas, señora”, no juzgó que yo, ni mis cinco perros, tres de los cuales se amontonaban conflictivamente en el asiento del copiloto, ameritáramos inspección médica. “¿A dónde se dirige?”, me preguntó. “A Abasto, La Plata”. “¿A dónde?”. “Abasto, La Plata”, repetí, y ella movió la mano en señal de avance, avance, Abasto La Plata está bien y listo, ahí salimos a todo lo que da el fitito, mis perros y yo, que pasamos el control sanitario mientras, ahora sí, casi todo lo sólido se desvanecía en el aire prístino como pocas veces, pero menos prístino que mañana. Como el agua de los canales de Venecia. Como la atmósfera china. Como la libertad de los elefantes de Yunan que, ausentes sus cuidadores por el coronavirus, pudieron elegir y eligieron vino. Yo también elijo vino, hermanos elefantes, así que paso por el supermercado del pueblo antes de ir a casa.
Hay un policía en la puerta y los trabajadores andan con barbijos y guantes de látex. Cigarrillos quiero también aunque hace mucho que no estoy fumando. Y chocolate aunque tengo el hígado poco combativo y Coca Cola aunque Coca Cola me parezca de lo peor que hay en el mundo. Ganas de intoxicarme tengo. Ganas entusiastas de entusiasmo raro pero entusiasmo al fin. Consigo todo. Y con tarjeta aunque no sepa muy bien cómo voy a pagar la tarjeta el mes que viene: soy monotributista y hace algunos años que logro sufragar mis gastos, modestos ellos, con tranquilidad a condición de que mantenga la modestia. No me quejo: es una modestia que no es molestia, una modestia serena, con pocas angustias. Pero la pandemia hace tambalear un poco, no sé cuánto, mi estructura económica. Mi estructura económica es mi cuerpo, como la de tantos, como la de la mayoría, y de mi cuerpo básicamente las manos y la cabeza: escribo, hablo en clase. De esa clase de trabajadores que están al día y a veces le corren un mes atrás al tiempo y algunas otras veces menos, un mes adelante. Y ahora quién sabe. Y no me refiero al pago de mi tarjeta el mes que viene, me refiero a casi todo. Quién sabe nada ahora.
“Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”. Marx lo escribió en el Manifiesto Comunista, en 1848, y hablaba del capitalismo que transformaba a velocidades inauditas todo lo que tocaba. Y tocaba todo. Pero no sabía, Marx, y eso que algo de la ruptura de la circularidad de la relación de humanidad y planeta vio –ah, la alienación, cómo si no fuéramos parte del planeta–, hasta qué punto transformaría todo, incluso la corteza de la Tierra, y su atmósfera, no sabía que sería una fuerza geológica el capitalismo. Que transformaría todo pero todo-todo, hasta el agua y el aire, que ocasionaría una extinción masiva. Sabía, eso sí, que ocasionaría su propio final. No sabía que en ese final probablemente se llevaría puesto todo lo que vive en este mundo, incluyéndonos.
Pero hoy lo que se desvanece en el aire son todos los planes que teníamos para este año y tal vez para el que viene y para el otro y para el otro también, mientras los canales de Venecia se vuelven prístinos y llenos de peces y cisnes. Y miles de millones de chinos, si asoman las cabezas por las ventanas y se sacan los barbijos, respiran aire limpio. Y los elefantes se emborrachan, tal vez porque festejan poder ser sin ser sometidos a ningún humano. Porque pueden andar por el mundo sin miedo por un rato. Como los cuises que, a veces, cuando no anda nadie, más en invierno que en verano, me encuentro en la cuadra de casa, toda de tierra y con árboles que se le vuelcan encima, los encuentro haciendo cosas con sus manitos como si la calle fuera de ellos porque no hay nadie más que ellos y los pájaros y entonces la calle es de ellos y de los benteveos.
Unos pocos animales –algunos de los silvestres, los que no son objeto de la industria alimentaria que es una máquina de tortura sin fin que les arrebató a los animales incluso las breves vidas que vivían antes de ser sacrificados, que les depara solo tortura desde que nacen hasta que los matan– liberados por un ratito del infierno que el capitalismo les tiene destinado como única posibilidad de vida. Pero la regla, lo de siempre, desde que se inventó la industria alimentaria contemporánea, lo que fue y será, es el infierno. Los hermanos elefantes bebiendo, los hermanos pingüinos paseando por el acuario que los tiene encerrados la vida entera son postales excepcionales. Lo que rige es la tortura o la muerte por inanición o la persecución sin fin, la masacre.
Y sigo la conversación con mi amiga que vive en Francia: “¿Y te imaginás la violencia en las casas? ¿Con los chicos y las chicas? ¿Contra las mujeres? ¿Te imaginás toda la gente que vive en la calle, la que cartonea, la que vive de a diez en una pieza?”. Mi amiga se imagina toda esa violencia estallando en un encierro puertas adentro, en el seno de la familia, en el seno de la célula de la sociedad –la célula asolada por el virus biológico y castigada por el extractivismo brutal–, toda esa violencia que, generalmente, se disipa en otras: las del trabajo, las de las condiciones del trabajo, las del pago por el trabajo, las del viaje al trabajo, las del aire sucio, la de falta de tiempo para nada que no sea la urgencia de subsistir. Se disipa, esa violencia, en la ausencia, en apenas cenar y dormir en la casa familiar, en no estar siquiera en sí. Toda la familia unida y encerrada en una casa.
Si creyera en algún Dios, rezaría o le haría ofrendas para pedirle que esa violencia no estalle en las casas. Pero no hay más Dios. Y donde todavía hay, o donde volvió a haber, como en los templos, el milagro del alcohol en gel cuesta mil pesos. Es que pasamos el control sanitario –¿qué género más que la distopía puede haber después de un control sanitario?–, pasamos el control sanitario y la economía se cae a pedazos y la policía nos controla acá y en todas partes y fumo como ha de estar fumando cualquier vieja en Roma en este momento sabedora de que si se enferma se muere porque el sistema sanitario de su país no da abasto y dejan morir a los viejos y qué ganas de morir fumando. Y en silencio. ¿Pensará la señora en qué curioso la barbarie en el corazón de Europa, en la cuna de Occidente? ¿Pensará la señora en subirse a un barco, tal vez tenga un velerito, con sus amigos para irse de ahí? ¿Pensará la señora en los barcos llenos de refugiados que su país deja naufragar? ¿Pensará en la guerra, en las dos guerras, las que vivieron sus padres y sus abuelos? ¿Se sentirá siria? ¿Descartable, extranjera en su propio país? ¿Pensará la señora mientras fuma en los 37 mil millones de euros que el Estado de su país le recortó al sistema de salud pública? ¿Se preguntará a dónde fue ese dinero? ¿Lo vinculará con el fenómeno paralelo de todos los recortes de estas últimas décadas?
Los 26 gigamillonarios que tienen más riqueza que 3.800 millones de personas, que más de la mitad de la humanidad. O en el 1% de garcas que tiene el doble de riquezas que 6.900 millones de personas, que casi toda la humanidad. Y ahora este virus raro que mata pero no mata a tantos pero igual paraliza todo. O casi todo. Un virus biológico, una pandemia –que es ya una infodemia, una pánicodemia– paraliza la economía mundial. Hablan de una crisis de la magnitud de la del ‘30, mayor incluso. Nadie sabe cómo salir, dicen. Del mismo modo que nadie sabe cómo parar antes de que el cambio climático nos extermine y siguen extrayendo petróleo y quemando combustibles fósiles y deforestando selvas. Eso que dice Jameson, eso de que es más fácil concebir el fin del mundo que el fin del capitalismo. Repartir: tendríamos que repartir la riqueza, que compartirla.
Pasamos el control sanitario y fuimos al súper y al quiosco y usamos la tarjeta tal vez imprudentemente y llegamos a casa y los perros como siempre me abrumaron en la esquina y les abrí la puerta del fitito y corrieron a toda velocidad –Roja con sus dos patas y media– y los cuises se escondieron y entré a casa y fui a chequear los zapallos y los repollos que crecen locamente, vertiginosamente y los miré con vértigo y alegría y con elefantes borrachos en la cabeza y decidí que mañana voy a ir a la ferretería, el presidente dijo que van a estar abiertas –qué suerte que sea Alberta el presidente de la pandemia– y voy a comprar un pico y voy a abrir la tierra para agrandar la huerta y voy a ver cómo aparecen las lombrices coloradas y los bichos bolita y cómo crecen las plantas y voy a ver si encaro el gallinero porque hace mucho que quiero vivir así, cuidando de huerta y gallinero, y porque la cuarentena empezó esta noche y entonces los planes se vinieron abajo y Caro no va a poder venir mañana y todos estos días, todos los que dure el aislamiento, voy a estar acá sola con los perros y voy a ver si puedo salirme del virus biológico y del otro virus, el de las redes, que nos secuestra la cabeza y nos extrae y nos extrae información como le extrae el silicio a las entrañas de la Tierra y voy a buscar mi tesoro: un rato de silencio y de quietud.
Paro. Mañana paro como casi todo para. No les peguen a sus hijos. No les peguen a sus mujeres. Paremos y repartamos de nuevo, compañerxs, camaradas. Y festejemos con los hermanos elefantes, dejémonos caer borrachos y sonrientes sobre una tierra roja, rodeados de plantas de té, al sol.

DÍA 20




Canción para mi muerte, Sui Generis


Hubo un tiempo que fue hermoso

y fui libre de verdad

guardaba todos mis sueños

en castillos de cristal.



Poco a poco fui creciendo

y mis fábulas de amor

se fueron desvaneciendo

como pompas de jabón.



Te encontraré una mañana

dentro de mi habitación

y prepararás la cama para dos...



Es larga la carretera

cuando uno mira atrás

vas cruzando las fronteras

sin darte cuenta quizás.



Tómate del pasamanos

porque antes de llegar

se aferraron mil ancianos

pero se fueron igual.



Te encontrare una mañana

dentro de mi habitación

y prepararás la cama para dos...



Quisiera saber tu nombre

tu lugar, tu dirección

y si te han puesto teléfono

también tu numeración.



Te suplico que me avises 

si me vienes a buscar 
no es porque te tenga miedo 
solo me quiero arreglar. 

Te encontrare una mañana 
dentro de mi habitación 
y prepararás la cama para dos...


DÍA 19

No te salves, Mario Benedetti


No te quedes inmóvil al borde del camino
no congeles el júbilo, no quieras con desgana
no te salves ahora ni nunca, no te salves
no te llenes de calma.

No reserves del mundo sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados pesados como juicios
no te quedes sin labios, no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre, no te juzgues sin tiempo.

Pero, si pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo y quieres con desgana
y te salvas ahora y te llenas de calma.
Y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados pesados como juicios
y te secas sin labios y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas.


Entonces
no te quedes conmigo.

DÍA 18

"La importancia de morir a tiempo" Mario Mendoza

Fragmento

El olvidado asombro de estar vivos ...

LA IMPORTANCIA DE MORIR

"Los seres humanos morimos muchas veces. Hay personas que no entienden esto, y se aferran a su cadáver, lo cargan, le dan primeros auxilios a lo largo de los años, lo embalsaman. Creo que es un error. Hay que dejarse morir tranquilamente. Es la única forma de renacer, de resucitar convertido en otro. A veces, otra identidad ha estado agazapada en la sombra y al fin le llega el momento de nacer, de salir a la luz. No podemos seguir manteniéndola en la trastienda mientras nuestro yo de siempre se lleva todos los laureles. A esa sombra encadenada le llega tarde o temprano el momento de salir a flote, de presentarse. Y suele hacerlo a las malas, es cierto, pero quizás no encuentra otra manera de escaparse sino matando a su guardián. No hay que lamentar nada, ni defender a esa persona que hemos sido hasta entonces. Hay que morirse y punto, hay que abandonarse, hay que hacerse a un lado, no evocarse, no sentir nostalgia, no ponerse a resucitar un cadáver que ya está putrefacto e inmundo. Lo que hay que hacer es celebrar el nacimiento de ese otro y, por muy duro que sea, despedirnos y enterrar al que hemos sido del mejor modo posible. Al fin y al cabo, no hay parto sin angustia y sin dolor".

DÍA 17 


"COMO YO LA QUERÍA"  


Alejandra Pizarnik


Morir como muere un animal pequeño
Pizarnik

en los cuentos para niños.

Eso tan terrible.

Lleno de hermosura.

Las cosas amarilleaban frente a mis ojos

recién venidos de un sueño de otoño.

Si la noche no es azul,

si el verano es una lenta plaga.
Habla al gran espacio vacío

en donde corre una niña

que ya no reconoces

sólo deseo no tener nada con nada

Has dicho tantas palabras

que ya no te atreves a oírte llamar.

En mis huesos la noche tatuada.

La noche y la nada.

Escribes poemas

porque necesitas

un lugar

en donde sea lo que no es.

El aire se eternizaba

En caras plateadas o coléricas

Se puede morir de presencias.

Hay un rostro salvajemente asomado al día

que se abre en dos noches iguales.

¿Quién cantará al amor?

No yo.

Yo amo.

y finalmente

un himno sin desdicha

un sueño como una estrella
ebria del silencio

de los jardines abandonados

mi memoria se abre y se cierra

como una puerta al viento.

Perdida en el silencio

de las palabras fantasmas.

Si vivir es memoria cerrada

quién me pierde

en el silencio fantasma

de las palabras
zona de la visión perpetua.



Yo la atravesé en un misterioso gemido.
Yo he dado el reino de mi edad a la noche de los cuerpos

para saber si hay una luz detrás de la puerta cerrada.

En un lugar de temblores

manos oscilan enamoradas

en la dulzura de mi rostro

sobre tu oscuridad ardiente.

DÍA 16 


Cuarente-Manía, Andrés Pi Andreu


El mundo se va a acabar, 
debe quedarle muy poco
vi a mi madre sin peinar,
sin tacones y a lo loco.


Mi padre no mira el fútbol,
ahora estudia biología,
lo he pillado varias veces,
jugando a la lotería.

La abuela ha encontrado un novio,
de esos por Internet,
ella se sienta en el techo
y él en India en su chalé.

Mi hermana está muy amable,
pa’ mí que se ha vuelto loca,
a veces muerde su tablet
o ladra como una foca.

El perro de mi vecina
le tiene miedo a su hueso
y el ratón de la cocina
ahora es alérgico al queso.

Mis primos ya no me llaman
para jugar videojuegos,
ahora a los dos les ha dado
por estudiar chino y griego.

Yo, la verdad, no he cambiado,
o quizás solo un poquito,
¡estoy pasando un posgrado
para ordeñar meteoritos!

DÍA 15


Crónica de un día en cuarentena en mi barrio.905 JM – LFMN



En la cuarentena todo está triste y apagado, la gente que pasa en frente de mi ventana está angustiada, con cara de preocupación, ya no irradia esa sonrisa y felicidad de siempre. Algunos miran a las personas con desprecio, ya ni un saludo, ni un abrazo porque esto puede ser mortal. 



Para mi concepto esto nos ha hecho reflexionar y todo tiene un cambio positivo; todos los días veo por la azotea de mi casa un cielo y una ciudad despejada, sin contaminación, cada día se ven más animales y  algunos se están concientizando de que no se puede volver a la normalidad porque esa normalidad en la que vivimos es la que nos hace mal y un daño grande.



Por otra parte, en mi familia hemos estado más unidos todos los días, dedicamos un momento para orar y de lo que hemos tenido ayudamos a las personas que ya no tienen recursos; mi mamá ha podido salir a trabajar algunos días, porque ahora pusieron una medida llamada pico y género, donde las mujeres salen los días pares y los hombres los impares. Cada vez que ella llega trae alimentos y nos cuenta su experiencia que vivió, algunas cosas escasean otras tienen un precio alto y otras bajo, cada día que llega hace lo básico, se quita su ropa la lava, se baña y desinfecta todo lo que trajo.



Hace pocos días aumentaron la cuarentena para los estudiantes y allí es donde nosotros empezamos a valorar los beneficios que tenemos como ir al colegio. Y esto es un poco de lo que sucede día a día, con noticias de otras partes, personas preocupadas porque ya no tienen como subsistir, pero al final todos esperamos estar bien y salir de esta dificultad, poder estar unidos y cambiar como personas, contribuir a nuestro mundo valorando todo lo que tenemos incluidas las personas que nos rodean y a la vez deseando que no contraigan este virus que ha dado un giro total e inesperado a nuestras vidas. 

DÍA 14

Albert Camus en su obra literaria"La peste" nos retrata una sociedad que tiene que por obligación refugiarse en el ocio y la cotidianidad, mostrándonos individuos que se sienten exiliados de sus propias vidas, prisioneros de una caótica situación que se presenta en una pequeña ciudad de Argelia ubicada sobre la costa del Mar Mediterráneo, llamada Oran.

"La Peste" Albert Camus

Fragmento

La Peste o el Exilio interior
En otras circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos siempre habrían encontrado una solución en una vida más exterior y más activa. Pero la peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad mortecina y entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes del recuerdo, puesto que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer todos los días el mismo camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente. Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio.

Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria.

Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.

DÍA 13 

Tras esta Pandemia el mundo parece estar patas arriba, en cualquier lugar del planeta Tierra suceden cualquier cantidad de historias que afectan nuestras emociones, nuestra libertad y nuestra economía y todos estamos librando de alguna manera una batalla que nos ha puesto contra la cotidianidad que veníamos teniendo en los primeros dos meses y medio de este 2020. Aquí leeremos hoy una conmovedora carta de una enfermera que muestra la otra cara del Coronavirus y hace que reflexionemos en torno a la pregunta ¿Quién cuida a quien cuida?

Martes, 17 de marzo de 2020

"Nadie sabe, ni podrá jamás imaginar, lo que los ojos de una enfermera pueden llegar a ver.
Nadie jamás sabrá lo que puede oler o llegar a tocar. Ningún ser humano, que no sea profesional sanitario, puede llegar a imaginar lo difícil que es sonreír a un paciente, cuando en la habitación de al lado se te acaba de morir otro.
Pero como no quieres pararte a llorar, porque eso te quita tiempo para atender a los que siguen vivos, sigues haciendo tu trabajo sólo que un poco más seria y a veces casi sin hablar porque si hablas te tiembla la voz y lo que tú no quieres es que te tiemble nada porque sino, esos pacientes que siguen vivos luchando por recuperarse, pueden notar tu tristeza y ponerse ellos también tristes.
Y como tú sabes que eso no les ayuda, pues mejor te callas para que no te lo noten y sigan fuertes. Pero entonces pasa algo curioso, esos enfermos te miran raro, y dicen que la enfermera es antipáitca, una bruja, incluso te ponen una reclamación
Y tú, te callas, porque sabes todo lo que ellos ignoran, sabes que no eres antipática, sino que, para cuidarles mejor, y que no noten tu dolor, no has hablado demasiado o has respondido más seria hoy.
Y eso, sin contar, que en momentos como los que corren, una siente miedo pero claro, nadie te lo puede notar porque sino los pacientes tendrán miedo también y eso no es bueno para ellos, así que te haces la valiente.
Y cuando llegas a casa, todos quieren que sigas siendo valiente y amable, porque eres enfermera y eso significa para todos que tienes que ser tierna 24 horas al día; y entonces tratas de serlo porque ya has perdido la esperanza de que alguien se dé cuenta, de que tú también necesitas que alguien te cuide, que alguien sea cariñoso contigo, que sea valiente por ti.
Porque a ti, después de dar tanto amor en tu trabajo, ya te queda muy poco dentro para cuidarte a ti misma, y tienes que vivir siendo valiente y ocultando tu miedo a que tu paciente te contagie gravemente y haces como si nada.
 "...ya no hay nada malo en tu vida de pequeña enfermera porque ahora resuena un aplauso dentro de tu alma y te hace sentir reconfortada, amada, querida, fuerte y ya para siempre valiente"
 Pero nadie ve eso, todo sigue siendo exigencias: "Has tardao en traerme el antibiótico", "¿Cuánto tarda el desayuno?", "Tu compañera de ayer no lo hacía así", "¿Cómo es que aún no me has hecho la cama?"; ¡Timbre! "Dame agua" ¡Timbre! "Enciéndeme la tele" ¡Timbre! "Bájame la persiana" ¡Timbre! "¡Ah!, no me acuerdo para qué llamé".
Y sigues cuidando y cuidando y cuidando y nadie te cuida, hasta que un día, sin saber bien cómo ha pasado, escuchas un aplauso precioso de tantas personas que nunca antes habían reparado en que te estaba faltando un poquito de eso.
Y entonces ya no ves lo difícil, tan difícil, ya no ves el peligro tan peligroso, ya no temes nada de tu paciente ni de lo que mañana verás, ni de lo que sufrirás; ya no hay nada malo en tu vida de pequeña enfermera porque ahora resuena un aplauso dentro de tu alma y te hace sentir reconfortada, amada, querida, fuerte y ya para siempre valiente.
Nunca, he llorado tan bonito."
Ahora, si lo consideramos, podemos seguir quejándonos de no poder ir a tomarnos una caña al bar, a pasear por el campo o ver un partido de fútbol por la tele, podemos seguir haciéndolo desde la comodidad y el confort de nuestros hogares.

DÍA 12
Los días del aislamiento van pasando y la vida misma parece una rutina que hace notar lo particular y el sentimiento y pensamiento con que se vive este aislamiento y sobretodo el deseo de que termine pronto...

Crónica de un día en cuarentena con Alexa.

 por Alexa Naomi Sanabria Benavides. 905 JM LFMN


Hoy es otro día despertando para seguir la rutina, luego de desayunar a empezar el oficio se dijo, tender, lavar, hacer los pendientes. Al terminar se ve que va llegando el aburrimiento, el barrio parece un pueblo fantasma, ni música ni borrachos, ni chicos jugando fútbol. El panorama en la la tienda de mi abuelita es parecido, se ve poca gente, la mayoría hasta ahora comprando lo del desayuno; algunos vecinos se quejan de que otros vecinos no toman las precauciones necesarias para no contraer el virus y que además se la pasan en la calle, en buses, en Transmilenio, y que ellos terminarán contagiando al barrio entero. 
Mi abuelita en lo  personal creo que tomó bastantes precauciones; por ejemplo al llegar a la puerta de la casa hay un trapo con desinfectante, luego nadie puede tocar a la persona que acaba de llegar antes de rociarse alcohol en la ropa y lavarse las manos y antes de salir los guantes y tapabocas en mano.
A la hora del almuerzo debido a la situación, hoy no vino mucha gente a comprar en la tienda y solo pudimos comer lo que había en ella, que fue una pasta con sardinas y arroz. Al final del día reflexioné de todo lo que hice y sucedió en este día, y pensé, ojalá pronto salgamos de esta situación para que todo mejore.

DÍA 11

La crisis, el escándalo, lo absurdo de la vida, ideas que nos asaltan en estos días, pero nada como encontrar la esperanza en el acto de vivir y es así como nos lo propone el siguiente texto, el diario vivir como un emocionante juego de rayuela. 

"Rayuela" Julio Cortazar.

Fragmento

- Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue.
-Y sin embargo- dijo Gregorovius desperezándose- il fau tenter de vibre.
-“Voilá”, pensó Oliveira. “Otra prueba que me guardaré de mencionar. De millones de versos posibles, elige el que yo había pensado hace diez minutos. Lo que la gente llama casualidad.”
-Bueno-, dijo Etienne con voz soñolienta-, no es que haya que intentar vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada. Hace rato que mucha gente sospecha que la vida y los seres vivos son dos cosas aparte. La vida se vive a sí misma, nos guste o no. Guy ha tratado hoy de dar un mentís a esta teoría, pero estadísticamente hablando es incontrovertible. Que lo digan los campos de concentración y las torturas. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Etcétera. Y con esto yo me  iría a dormir, porque los líos de Guy me han hecho polvo. Ronald, tenés que venir al taller mañana por la mañana, acabé una naturaleza muerta que te va a dejar como loco.

-Horacio no me ha convencido- dijo Ronald-. Estoy de acuerdo en que mucho de lo que me rodea, pero probablemente damos ese nombre a lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez.

DÍA 11


El arte de escribir es como todo en la vida, una cuota de talento sumado a otra de actitud, a otra de disciplina y al menos una pizca de pasión. Si bien es cierto que escribimos para otros, también lo hacemos para nosotros mismos, el que nos lean otros es un placer que no todos experimentan. A diario leo algunos artículos acerca del Covid-19, pero me emociona encontrarme con textos tan llenos de vivencias y emociones que hacen posible conocer mejor a mis estudiantes y que de alguna manera nos acerca y nos vincula, no solo por la tarea cumplida, sino por el sentimiento mismo que hay en sus letras. Así que hoy leamos una breve crónica de nuestra Liceista: amiga, compañera, estudiante, hija, etc… 

“LO QUE NO PUEDO ENTENDER Y ME DUELE” por María Paula Hernández González 905  LFMN  JM

La emotiva carta de una enfermera que muestra la otra cara del ... Abril 2020.

Vivo en un barrio de Bogotá y ya llevamos varios días en cuarentena y cuando me acerco a la ventana veo la cara de mis vecinos, algunas son caras de desolación, otras de tristeza  y también las hay de temor, pero existen otros que siguen con sus vidas como si nada sucediera y continúan saliendo a la calle y lo que me resulta increíble es que sean varias personas de un mismo núcleo familiar.

Ahí es cuando yo me pregunto ¿si yo cumplo la cuarentena, ellos por qué no pueden hacerlo? ¿es que acaso no entienden que es por ellos que ya llevamos más de 3.233 contagiados y 144 muertos? por esta razón considero que es mejor que todos cumplamos la cuarentena por el bienestar de nuestras familias colombianas, para así poder ayudar al personal de salud y que ellos tampoco se contagien, estoy segura que si salimos de esto, llegaremos a ser un país más unido.

Todo esto lo digo porque mi papá es enfermero y el temor que tenemos como familia es enorme, el saber que pude llegar a ser contagiado por gente irresponsable que no se preocupa por nada, y que creo que ni se toman el tiempo de pensar que el personal de la salud también tiene familia y que quisieran pasar más tiempo con ellos, pero no pueden porque tienen que ir a ayudar a los enfermos, por esta razón me gustaría pedirles un favor; quédense en casa, ya que ellos no lo pueden hacer.

Recuerden que quien escribió esto es hija de un prestador de la salud a quien el Estado no le presta las garantías mínimas de protección. 

DÍA 10

Acercarse a la muerte así sea a través de las palabras asusta un poco, muy a pesar de que ella (La Tiznada, La Calavera, La Fría, La Jijurria, La Chicharrona, La Cierta, La Cargona. La Chiripa, La Jala Parejo, La Calavera…) como la hayamos oído o llamado, es algo fijo que tenemos en esta vida, por eso mientras estemos respirando y “dando lata” por el mundo debemos hacerlo de la mejor manera y cada día reevaluar nuestro quehacer diario, no todo en la vida es academia, ni dinero, ni poesía, pero en esta última podemos encontrar el significado de estos días para aprender algo nuevo en medio de la tormenta. Si limpias la casa puedes aprender a bailar, al lavar la loza a cantar, al preparar algún alimento algo de biología, química y matemáticas, al jugar con otros ética y sociales, al leer lo que te gusta autoestima y la ventana definitiva a otros mundos y posibilidades y así con todo lo que imagines hacer estando en casa.

La escuela no lo es todo, he de confesarte que por cosas de la vida me hallé sin trabajo hace mucho tiempo atrás  y no pude enviar a mi hija mayor al colegio durante mes y medio al inicio del año escolar y cuando pudimos ingresarla estaba en las mismas condiciones de los demás niños, porque el tiempo que tuvimos en casa juntas lo aprovechamos para aprender sin la escuela y sin el maestro…

Hoy me encontré con esta poesía anónima y con esta imagen y cada quien desde su posición sabrá cómo sacarle provecho !!!

“¿Y qué pasa si los niños pierden el año escolar?
¿Y si en lugar de aprender matemáticas aprenden a cocinar?
A coser su ropa? A limpiar?
A cultivar un huerto en el patio?
Si aprenden a cantarle canciones a sus abuelos o a sus hermanos más pequeños?
Si aprenden a cuidar a sus mascotas y a bañarlos?
Si desarrollan su imaginación y pintan un cuadro?
Si aprenden a ser más responsables, educados y conectados con toda la familia en la casa?
Si se les enseñamos a ser buenas personas?
Si aprenden y saben que estando juntos y sanos es mucho mejor que tener el último celular de moda?
A lo mejor eso nos falta, y si ellos aprenden, a lo mejor no perdimos un año, a lo mejor ganamos un tremendo futuro.”
A enseñarles, que antes de pedir respeto a los demás, lo mejor es respetarse a sí mismo..."



DÍA 9
Hoy quiero escribirte desde mi corazón, amo vivir porque le he encontrado sentido a través de los viajes y esta cuarentena no puede alejarme de ello, con lo que he leído todos estos días, lo he hecho, he viajado a otras ciudades como Oran, en “La Peste” de A. Camus, viejos castillos y abadías en varios cuentos clásicos, grandes casas de ciudades como en “Donde el corazón te lleve”, campiñas de la época medieval y también a las modernas ciudades como testigos de esta Pandemia. ¡Y sí! la literatura te permite evadirte en tiempo y en espacio para no morir de encierro. Así que con todo el romanticismo del caso te dejaré con un bello poema que nos invita a repensar nuestra existencia y a no morirnos en este aislamiento que a fuerza nos ha tocado el cuerpo, la mente y el corazón…

“Muere lentamente” Pablo Neruda

Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee, quien no escucha música,
quien no halla encanto en sí mismo.

Muere lentamente quien destruye su amor propio,
quien no se deja ayudar.

Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito,
repitiendo todos los días los mismos senderos,
quien no cambia de rutina,
no se arriesga a vestir un nuevo color
o no conversa con desconocidos.

Muere lentamente quien evita una pasión
Y su remolino de emociones,
Aquellas que rescatan el brillo en los ojos
y los corazones decaídos.

Muere lentamente quien no cambia de vida
cuando está insatisfecho con su trabajo o su amor,
Quien no arriesga lo seguro por lo incierto
para ir detrás de un sueño,
quien no se permite al menos una vez en la vida
huir de los consejos sensatos…
¡Vive hoy!-

 ¡Haz hoy!
¡Arriesga hoy!
¡No te dejes morir lentamente!
¡No te olvides de ser feliz!

DÍA 8

Una carta escrita el 24 de octubre de 1918 por Laureano Gómez, cuando aún no era Presidente de Colombia, se ha vuelto viral en estos días, la razón es porque pareciese haberse escrito hace solo unos días. Lo que de alguna manera nos deja ver es que hay situaciones universales que se repiten una y otra vez; vale la pena leerla no solo por la comparación que de ella se puede hacer con la gripe española de 1918 y el COVID-19, también por su prosa descriptiva que nos recrea una Bogotá no muy distinta a la de hoy día, azotada por una pandemia.


"CARTA A JOSÉ ARTURO ANDRADE" Laureano Gómez.



Manuscrito de la carta que Laureano Gómez le envió el 24 de octubre de 
1918 a  José Arturo Andrade y que refleja cómo la historia se repite. 
Bogotá, octubre 24 de 1918. 

Mi muy querido Arturo:

Mis dos últimas cartas las he dirigido directamente al Archipiélago, directamente, porque Miguel Aguilera me aseguró que así iban más directamente y también más seguras. Que con el intermedio del Suro corrían riesgo de que a él se le olvidaran; pero como no he vuelto a tener noticias tuyas, temo que el camino no haya resultado muy seguro y que ya estés inculpándome incumplimiento. Hoy vuelvo a usar el antiguo camino.

Aquí hay de nuevo una epidemia de gripa que tiene alarmada la ciudad. Por lo pronto tiene paralizada la vida; las oficinas están casi todas cerradas; los colegios lo mismo; se han suspendido los exámenes hasta en las facultades; se han ordenado cerrar teatros y cines y por las calles no se encuentra un alma de noche. Al principio fue cosa de risa: todo el mundo estornudando. Pero luego empezó una forma que llaman cerebral y empezó a morir gente de repente en la calle, especialmente entre los obreros. El pánico ha ido creciendo. Los entierros pasan continuamente. El problema se ha agravado por los sepultureros unos están enfermos, otros se han muerto en el oficio, no se consigue quien quiera hacerse cargo de él y según dicen, hay momentos en que más de cien cadáveres esperan regados en los corredores de las bóvedas que los pongan bajo la tierra. Por de contado nadie quiere ir al Cementerio y los entierros, aun los de personas notables, van sin acompañantes.

Entre las personas conocidas han muerto, el senador Antonio Regino Blanco y su esposa, con unas pocas horas de intervalo, el senador Manuel José Soro, antioqueño, el Dr. Fernando Cortés Monroy Gonzalo de Santamaría, Ricardo Vinagre Acevedo, la señora de D. Modesto Cabal, una muchacha Pradilla, muy bonita, que estaba dando golpe y se iba a casar; un sobrino de Chepe Guzmán, hijo de Ezequiel; el pote Camacho, el hijo de Nemesio, que era muy buen estudiante de medicina; y mucha gente pobre que cae fulminada en las calles.

Por lo que dicen los periódicos, la epidemia es universal, aunque en el resto del país no se conoce. Pero en los EE. UU. han muerto de ella, Gabriel Suárez O, el hijo de D. Marco, Luis Alejandro Caro y un hijo de Manuel E. Puyana.

Ya ves que cada año tenemos la visita de alguna calamidad pública. La de este año ha causado ya más víctimas que los temblores.

Las autoridades han dejado mucho que desear. Bien es verdad que con la mula de Santiago Castro de Alcalde poco hay que esperar.

Se ha formado un comité de socorro que preside el Dr. Dávila F, formado por Julio Portocarrero, y gente por el estilo; por eso podrás calcular la estupidez del Alcalde. Julio Portocarrero se dedicará a socorrer a los horizontales, que como duermen siempre bien abrigados, son los que menos necesitan auxilio.

Por supuesto que hay escenas curiosas. Los peluqueros hace quince días están en la lata, porque nadie se manda afeitar ni recortar el pelo por miedo a la bronconeumonía.

Afortunadamente en las proximidades del grupo no ha habido hasta ahora ninguna desgracia. Al decir esto, mejor al escribirlo, toco madera para alejar el presagio.

Como comprendes lo que ocurre trae un apagamiento en las demás cosas, política inclusive. En materia de negocios la situación empeora. La prohibición de exportar café que acaban de hacer los EE. UU. ha traído el alarma más inconcebible. Hay hacendados que salen por las calles hechos unas furias, pidiendo que entremos en la guerra, que nos anexionemos a los yanquis, cualquier cosa, pero que les compren su café. Por su parte, el larguísimo verano arruinó las sementeras, atrasó los ganados y los orejones de la Sabana están también inconsolables. La gripa vino a determinar la carestía del mercado, lo que ha motivado conatos de bochinche. Un limón vale diez pesos. Una naranja cinco. Una botella de leche, doce. Una libra de carne veinticinco. Una pastilla de eucalipto, tres pesos. Et sic de caeteris.

Y qué opinas de la guerra? Sin duda contagiamos de nuestra jettatura a los alemanes. Ya ni los más optimistas ponen en duda que la guerra está perdida y en las peores condiciones; el aceptar en principio la devolución de Alsacia – Lorena indica cuanto ha tenido que doblegarse el orgullo alemán. Si al menos la paz nos trajera bienestar por otros caminos... Pero aun eso dudo. Como la guerra no nos perjudicó en exceso, tampoco la paz se preocupará de beneficiarnos.

De ayer a hoy han muerto de la peste Santiago Pombo Arboleda y Dña. María Brigard de Putman. Hace tres días había muerto Ana Brigard de Uribe, esposa de D. Carlos Uribe.

Ya vez que la crónica es nutrida aunque nada alegre. La novedad más cercana al grupo le ocurrió al viejo León que se le murió una sirvienta en la casa. Amaneció rígida en el comedor con una panela en la mano.

Cuéntame detalles de tu vida insular. Y dime si ya te vas acostumbrando al trato de los adventistas. Aquí han aparecido varios artículos, entre otros uno de Salvador Iglesias, en los que propugnan por la conveniencia de vender el Archipiélago a los americanos antes de que nos lo quiten. Yo creo que en cuanto lo necesiten no se ponen en el trabajo de comprarlo, sino que lo toman.

Escríbeme y recibe el abrazo estrecho de tu fiel amigo,

Laureano.


DÍA 7

Edgar Allan Poe, considerado en la literatura como el maestro del terror, nos deja ver en uno de sus relatos literarios extraordinarios cómo un príncipe enfrenta una gran pestilencia en su región, protegiendo en su suntuosa abadía a un millar de amigos, nos narra con amplias descripciones llenas de horror lo que sucedió al interior y exterior de su entorno. Te dejo el inicio del cuento y al final de este fragmento el link donde encontrarás toda la historia.

"LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA" Edgar Allan Poe


Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del interior.

La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».

Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde tuvo efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par, de modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se podía esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto diferente.

A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran purpúreas. El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no correspondía al del decorado.


DÍA 6

La ex maestra estadounidense Kitty O’Meara publicó el siguiente poema y se convirtió en viral en inglés antes de traducirse a varios idiomas. Me llama la atención eso de “aprender nuevas formas de ser”, vamos a darle vuelo a nuestros innumerables valores, porque de ellos saldrá el impulso para seguir construyendo nuestro camino que está a la vuelta de esta pandemia !!!

"Y  LA  GENTE  SE  QUEDÓ  EN  CASA"  Kitty O´Meara 

“Y la gente se quedó en casa. Y leía libros y escuchaba. Y descansaba y hacía ejercicio. Y creaba arte y jugaba. Y aprendía nuevas formas de ser, de estar quieto. Y se detenía. Y escuchaba más profundamente. Algunos meditaban. Algunos rezaban. Algunos bailaban. Algunos hallaron sus sombras. Y la gente empezó a pensar de forma diferente. 



Y la gente sanó. Y, en ausencia de personas que viven en la ignorancia y el peligro, sin sentido y sin corazón, la Tierra comenzó a sanar. 



Y cuando pasó el peligro, y la gente se unió de nuevo, lamentaron sus pérdidas, tomaron nuevas decisiones, soñaron nuevas imágenes, crearon nuevas formas de vivir y curaron la tierra por completo, tal y como ellos habían sido curados".

DÍA 5

Jugar con símbolos, con sueños, con imágenes puede darnos diversas respuestas. Jung, en su llamado “libro rojo” –inédito hasta 2009, escrito tras romper con Freud–, atribulado por una crisis personal, nos regala diversos símbolos para transformarnos. Crecer o florecer tras una cuarentena lo suelen derivar de un supuesto delirio suyo convertido en narración que, como sea, merece leerse con atención:


"El  LIBRO ROJO"  Carl Gustav Jung 


Fragmento


—Capitán, el chico está preocupado y muy agitado debido a la cuarentena que nos han impuesto en el puerto.
— ¿Qué te inquieta, chico? ¿No tienes bastante comida? 
—No es eso, Capitán. Me es insoportable no poder bajar a tierra y no abrazar mi familia.
— ¿Y si te dejaran bajar y fueras fuente de contagio, soportarías la culpa de infectar a alguien?
—No me lo perdonaría nunca, aún si para mí hubieran creado esta peste.
— ¿Pero si no fuese así?
—Entiendo lo que quiere decir, pero me siento privado de mi libertad, Capitán. Me han privado de algo.
—Prívate tú de algo más.
— ¿Me está tomando el pelo?
—En absoluto. Si te privas de algo sin responder adecuadamente, has perdido.
—Entonces, según usted, ¿si me quitan algo, para vencer, debo quitarme alguna cosa más por mí mismo?
—Así es. Lo hice en la cuarentena hace siete años.
— ¿Y qué es lo que se quitó?
—Tenía que esperar más de veinte días sobre el barco. Eran meses que llevaba esperando llegar al puerto y gozar de la primavera en tierra. Hubo una epidemia. En Port April nos prohibieron bajar. Los primeros días fueron duros. Me sentía como tú. Luego empecé a reflexionar. Sabía que tras veintiún días se crea una costumbre, y en vez de lamentarme y crear costumbres desastrosas, empecé a portarme de manera diferente a los demás. Reflexioné sobre aquellos que tienen muchas privaciones y una vida miserable. Empecé con el alimento. Me impuse comer la mitad de cuanto comía, luego empecé a seleccionar los alimentos más digeribles. El paso siguiente fue unir a esto una depuración de pensamientos malsanos y tener cada vez más ideas elevadas y nobles. Me impuse leer al menos una página cada día de un tema que no conocía. Me impuse hacer ejercicios sobre el puente del barco. Un viejo hindú me había dicho años antes que el cuerpo se potenciaba reteniendo el aliento. Me impuse hacer profundas respiraciones completas cada mañana. Mis pulmones nunca habían llegado a tal capacidad. La tarde era la hora de las oraciones, la hora de dar las gracias por no haberme dado como destino privaciones serias durante toda mi vida.
El hindú me había aconsejado también adquirir la costumbre de imaginar la luz entrar en mí y hacerme fuerte. Podía funcionar también para la gente querida que estaba lejos y así esta práctica también la integré en mi rutina diaria sobre el barco.
En vez de pensar en todo lo que no podía hacer, pensaba en lo que habría hecho una vez bajado a tierra. Visualizaba las escenas cada día, las vivía intensamente y gozaba de la espera. Todo lo que podemos obtener enseguida, nunca es interesante. La espera sirve para sublimar el deseo y hacerlo más poderoso. Me había privado de alimentos suculentos, de botellas de ron (…) ¡Pensar solo en lo que me habían quitado!
— ¿Cómo acabó, capitán?
—Adquirí todas aquellas costumbres nuevas. Me dejaron bajar después de mucho más tiempo del previsto.
— ¿Lo privaron de la primavera, entonces?
—Sí, aquel año me privaron de la primavera, y de mucho más, pero yo había florecido. Me llevé la primavera dentro y nadie nunca pudo quitármela.


DÍA 4

La esperanza de un mejor mañana es lo que aviva y reconforta en momentos donde todo parece oscuro, es esa espera anhelada de ver brillar de nuevo el arcoíris en un cielo claro sin nubes, las cuales desaparecieron tras la partida de la tormenta. Ésta pandemia que azota el mundo es una perfecta metáfora de una tormenta y en ella se ha recreado nuestro lado espiritual, el siguiente poema nos invita a seguir construyendo nuestra fe en El Creador, a guardar en nuestros corazones lo mejor, a reconstruirnos como seres humanos y aprender de lo que sucede en este tiempo. Más allá de quién pueda ser el autor, disfrutemos de este bello poema, atribuído al uruguayo Mario Benedetti, reclamado también en autoría por Alexis Valdés, un comediante cubano exiliado en Miami, Florida y también reconocido como el Poema de la Peste, escrito por K.O Meara, hace aproximadamente 220 años durante la epidemia de la Peste en 1800.

"CUANDO LA TORMENTA PASE"  


DÍA 3


"El  DECAMERÓN"  Giovanni  Boccaccio (1313-1375)

Fragmento


Evocación de la Peste Bubónica en Europa
"¡Oh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas y bien edificadas casas, cuántas nobles habitaciones y moradas, llenas y pobladas de nobles moradores y grandes señores y damas, de los mayores hasta el menor servidor quedaron vacías y solas! ¡Cuántas familias, cuántos linajes, cuántas grandes y ricas heredades y posesiones, cuántas y cuán preciosas riquezas se vieron, sin heredero y legítimo sucesor, desamparadas! ¡Cuántos valerosos y nobles hombres, cuántas y cuán hermosas, graciosas y galanas damas, cuántos gentiles y alegres hidalgos que, no a juicio del pueblo común, sino al de Galeno, Hipócrates y Esculapio, serían juzgados bien saludables y sanos, a la mañana comieron con sus compañeros y amigos, y a la noche cenaron en el otro mundo, con sus antepasados!"

Tanto en la época medieval como en la moderna, se hace preciso pensar en las epidemias como un apocalipsis o fin del mundo y el razonar en el valor de nuestras vidas más allá del dinero y las posesiones que en últimas se quedarán aquí en lo terrenal; se hace más puntual pensar en nuestra alma y nuestro ser, en la palabra amorosa que nunca decimos, en el perdón que nunca otorgamos, el abrazo que quisiéramos dar pero que el aislamiento nos lo impide… Esto nos ha llevado a unirnos más a través de la distancia y a valorar lo poco o mucho que tengamos y en últimas debería llevarnos a un estado de mayor esfuerzo, no sólo por sobrevivir sino también por ser mejores en una sociedad que a gritos lo pide y lo necesita. Más empatía y menos indiferencia !!!

DÍA 2


Imagina que la peste que viviéramos hoy día fuese la del insomnio, y al no poder dormir olvidáramos casi todo lo que hoy conocemos o sabemos, y que al salir de este aislamiento no recordáramos nada del mundo exterior más allá de nuestra puerta, incluso olvidáramos los seres que tanto queremos o con los que compartíamos nuestra vida a diario. El siguiente texto hace parte de una obra literaria magistral, de una joya de nuestra literatura colombiana, enmarcada en el Realismo Mágico, que hoy en día parece revelarse en nuestra sociedad, en ocasiones vivimos dormidos y olvidamos nuestros muertos y el Macondo en el que a veces nos hemos convertido …

“CIEN AÑOS DE SOLEDAD” Gabriel García Márquez (Premio Nóbel de Literatura, 1982)

Fragmento

"Macondo"
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.

En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía.

Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y dentro de ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.







"Doctor Pico de Roma"

DÍA 1

La peste negra (poema)

Era el juicio final, era el azote,
de Dios, era la peste
que brutal navegaba hacia el oeste
como un mar de cenizas humeantes
y dejaba a su paso muelles secos,
ciudades desiertas, pueblos devastados.
En los campos se pudrían los arados,
y el trigo no creció: los flagelantes
se azotaron a través de los caminos
buscando el perdón de sus pecados,
clamando salvación:
Europa se llenó de peregrinos.

Muerte, bubones, cuarentena,

tumba, cadáver, fueron las palabras
de moda.
Cada ermita,
cada altar, cada reliquia,

fue adorada muchas veces 
siempre en vano.

Pero no era la furia divina, era un pequeño

roedor, y una bacteria

navegando en su sangre diminuta.

La Peste Negra fue la epidemia más atroz que haya azotado a Europa en toda su historia: se calcula que provocó la  muerte de veinticinco millones de personas: alrededor de un tercio de la población europea de aquel entonces. Transmitida por las ratas y el bacilo archimerica salvi (aislado, curiosamente, recién en 1954, desembarcó en Génova en 1347, y desde allí se expandió por todo el continente a lo largo de cuatro interminables años, con breves rebrotes posteriores. Murió un tercio de la población, y Europa necesitó  dos siglos para recuperarse de la hemorragia demográfica. Los cronistas de la época describen ciudades desoladas, de aldeas donde no quedaba nadie para enterrar a los muertos y los moribundos cavaban su propia tumba, de campos abandonados, de ganado vagando sin dueño por terrenos baldíos que la maleza cubría ante la falta de labranza.

Comentarios

  1. Pobre que toca hacer perdón esque ando bien perdida

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  2. Solo leer, compartiré un texto a diario para acercarnos a la literatura. Si quieren escribir algo están en la libertad de hacerlo y si quieren me lo envían al correo y lo publicó con su nombre o anónimo, como prefieran. La literatura es para vivirla y disfrutarla !!!

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  3. Total el símil de las lecturas con el virus. Abrazo.

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